Cada 3 de diciembre la Iglesia celebra a San Francisco Javier, uno de los misioneros más grandes de todos los tiempos. Nació en Navarra en 1506 y, siendo un joven brillante y ambicioso, soñaba con triunfos académicos y honores. Pero Dios tenía para él un sueño mucho más grande.
En París conoció a San Ignacio de Loyola, quien lo invitó a dejarlo todo por Cristo. Su frase —que transformó su vida— fue:
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”
Con esas palabras, Francisco entregó su corazón y se convirtió en uno de los primeros jesuitas.
Enviado por el Papa, viajó a tierras lejanas: India, Sri Lanka, Malaca, las Islas Molucas y finalmente Japón. Recorrió miles de kilómetros, muchas veces solo, enfrentando tormentas, persecuciones, enfermedades y lenguas desconocidas. Sin embargo, nada detenía su pasión misionera.
Bautizó a decenas de miles, fundó comunidades cristianas, tradujo oraciones y evangelizó desde aldeas humildes hasta cortes imperiales. Su sueño final era entrar en China, pero murió en 1552 en la isla de Shangchuan, mirando hacia la tierra que anhelaba evangelizar.
Su cuerpo incorrupto descansa hoy en Goa, como testimonio vivo de su entrega total.
San Francisco Javier nos recuerda que la misión no es para unos pocos, sino para todos los bautizados: llevar la luz de Cristo hasta los confines del mundo… o al corazón del que tenemos al lado.
San Francisco Javier,
misionero incansable del Evangelio,
enciende en nosotros el deseo de anunciar a Cristo con valentía.
Guíanos a servir con amor, a perseverar en la fe
y a llevar esperanza donde el mundo más la necesita.
Amén.
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