¡Cada una de las obras de misericordia nos interpela! No se trata de ideas o reflexiones que hay que interpretar, sino de modos muy concretos de vivir el nuevo mandamiento del Señor.
Vivir las obras de misericordia no es tan complicado. Si quieres vivir la de “visitar a los enfermos” sólo tienes que pensar en una persona que conozcas y que esté enferma e irla a visitar. Si quieres vivir la de “rezar a Dios por los vivos y por los difuntos” sólo tienes que ponerte brevemente de rodillas y hacer una oración por ellos.
Cuando llegamos a la obra de misericordia “consolar al triste” la cosa se complica un poco. No se trata sólo de buscar a una persona que esté triste y darle un poco de consuelo. Yo creo que se trata, en primerísimo lugar, de entender quién es una persona triste; y en segundísimo lugar, de aprender a consolar.
¿Quiénes son los tristes? ¿Acaso son los que encontramos en las cárceles o en los hospitales, o pidiendo limosna en las calles? No necesariamente. Puede haber presos que viven con más alegría que los libres; enfermos que esbozan una sonrisa más amplia que los sanos; y pordioseros que son más felices que los ricos.
Yo creo que, en cierto sentido, los tristes somos todos los hombres. No se trata de ser pesimistas, sino de reconocer una verdad: cada ser humano tiene sus luchas, sus dificultades, sus tristezas. Te reto a pensar en una persona para la cual todo es alegría, todo es gozo, todo es felicidad. No la hallarás. Atravesar por momentos tristes en la vida es parte de la existencia humana.
Esta obra de misericordia es más profunda de lo que parece. Se trata de reconocer en cada ser humano la necesidad de consuelo, de cercanía, de una mano que te dé palmaditas en la espalda y te diga “¡Ánimo, tú puedes!” cuando ya no puedes más.
Pero… Si todo ser humano tiene necesidad de consuelo, y entre ellos yo, ¿por qué debería yo buscar consolar, si yo mismo tengo necesidad de recibirlo? La respuesta es simple: así funciona la vida. En esto consiste el arte de vivir; en que mientras tú tienes heridas por sanar te dedicas a curar las heridas de los que te rodean.
Todo ser humano tiene necesidad de consuelo, sobre todo cuando se está atravesando por una especial dificultad; de modo que todos estamos llamados a ser al mismo tiempo consoladores y consolados.
Y ¿cómo hacerlo? Consolar no siempre consiste en escuchar los problemas de otro y después decirle: “No te preocupes... Verás que todo se solucionará…” Este es el modo más típico de consolar, pero no es el único. Me viene a la mente una frase que puso una adolescente en su perfil de Facebook: No soporto a los amigos que me dicen “todo va a estar bien” Prefiero a aquel que mientras me abraza me susurra al oído “todo es un asco… pero yo me quedo a tu lado”. Esto también es consolar.
Me acaba de venir a la mente una bella definición: consolar es saber ofrecer el gesto humano que el otro más necesita. Me agrada esta definición porque se ajusta a una idea que llevo muy clavada en el corazón: uno de los mejores modos de consolar es hacer reír; arrancarle una sonrisa al que lleva tiempo probando solo la amargura. Consolar es ser ocurrente para ofrecer al otro el gesto humano que más le ayuda.
Un amigo me contó que hace años conoció a un hombre que tocaba el arpa extraordinariamente bien. Era un músico profesional, habituado a la fama, a los aplausos y a las ovaciones. Sin embargo este hombre los domingos por la noche hacía algo increíble; se vestía con ropa común, tomaba su arpa y se iba a tocar a la calle.
Había encontrado un lugar por donde pasaban cientos de jóvenes que regresaban a sus casas después de haber pasado horas en las discotecas y el los antros. Lo que motivó a aquel hombre a hacer esto fue que una vez pasó por allí a altas horas de la noche y le sorprendió ver tantos rostros deshumanizados. Sus facciones clamaban a gritos el hastío por la vida. Entonces tuvo la brillante idea de ir a tocar el arpa a ese lugar, el mismo día de la semana y a la misma hora.
El arpista le contaba a mi amigo que muchos jóvenes, después de haber estado expuestos por horas a un ruido ensordecedor y de haber consumido desmesuradamente alcohol o drogas, se quedaban allí como hipnotizados. En esas ocasiones su música tenía una utilidad terapéutica. Muchos se sentaban frente a él y dejaban pasar las horas, mientras el único ruido que interrumpía el silencio de la noche era el sonido armonioso de su arpa. Un día incluso se le acercó un joven, le tomó del brazo y le dijo: “Antes de entrar en esta calle había tomado la firme resolución de suicidarme. Gracias por haberme ayudado con tu música a redescubrir que mi vida tiene sentido”.
El que está familiarizado con los escritos de los santos sabrá que sólo hay un modo de concluir una reflexión sobre el consuelo. Esta es la célebre oración atribuida a San Francisco de Asís, aunque en realidad fue escrita en 1912: Oh Señor, hazme un instrumento de tu paz…Oh maestro, haced que yo no busque tanto el ser consolado, sino consolar; ser comprendido, sino comprender; ser amado, sino amar. Porque es dando que se recibe; perdonando que se es perdonado y muriendo que se resucita a la vida eterna.
Vivir las obras de misericordia no es tan complicado. Si quieres vivir la de “visitar a los enfermos” sólo tienes que pensar en una persona que conozcas y que esté enferma e irla a visitar. Si quieres vivir la de “rezar a Dios por los vivos y por los difuntos” sólo tienes que ponerte brevemente de rodillas y hacer una oración por ellos.
Cuando llegamos a la obra de misericordia “consolar al triste” la cosa se complica un poco. No se trata sólo de buscar a una persona que esté triste y darle un poco de consuelo. Yo creo que se trata, en primerísimo lugar, de entender quién es una persona triste; y en segundísimo lugar, de aprender a consolar.
¿Quiénes son los tristes? ¿Acaso son los que encontramos en las cárceles o en los hospitales, o pidiendo limosna en las calles? No necesariamente. Puede haber presos que viven con más alegría que los libres; enfermos que esbozan una sonrisa más amplia que los sanos; y pordioseros que son más felices que los ricos.
Yo creo que, en cierto sentido, los tristes somos todos los hombres. No se trata de ser pesimistas, sino de reconocer una verdad: cada ser humano tiene sus luchas, sus dificultades, sus tristezas. Te reto a pensar en una persona para la cual todo es alegría, todo es gozo, todo es felicidad. No la hallarás. Atravesar por momentos tristes en la vida es parte de la existencia humana.
Esta obra de misericordia es más profunda de lo que parece. Se trata de reconocer en cada ser humano la necesidad de consuelo, de cercanía, de una mano que te dé palmaditas en la espalda y te diga “¡Ánimo, tú puedes!” cuando ya no puedes más.
Pero… Si todo ser humano tiene necesidad de consuelo, y entre ellos yo, ¿por qué debería yo buscar consolar, si yo mismo tengo necesidad de recibirlo? La respuesta es simple: así funciona la vida. En esto consiste el arte de vivir; en que mientras tú tienes heridas por sanar te dedicas a curar las heridas de los que te rodean.
Todo ser humano tiene necesidad de consuelo, sobre todo cuando se está atravesando por una especial dificultad; de modo que todos estamos llamados a ser al mismo tiempo consoladores y consolados.
Y ¿cómo hacerlo? Consolar no siempre consiste en escuchar los problemas de otro y después decirle: “No te preocupes... Verás que todo se solucionará…” Este es el modo más típico de consolar, pero no es el único. Me viene a la mente una frase que puso una adolescente en su perfil de Facebook: No soporto a los amigos que me dicen “todo va a estar bien” Prefiero a aquel que mientras me abraza me susurra al oído “todo es un asco… pero yo me quedo a tu lado”. Esto también es consolar.
Me acaba de venir a la mente una bella definición: consolar es saber ofrecer el gesto humano que el otro más necesita. Me agrada esta definición porque se ajusta a una idea que llevo muy clavada en el corazón: uno de los mejores modos de consolar es hacer reír; arrancarle una sonrisa al que lleva tiempo probando solo la amargura. Consolar es ser ocurrente para ofrecer al otro el gesto humano que más le ayuda.
Un amigo me contó que hace años conoció a un hombre que tocaba el arpa extraordinariamente bien. Era un músico profesional, habituado a la fama, a los aplausos y a las ovaciones. Sin embargo este hombre los domingos por la noche hacía algo increíble; se vestía con ropa común, tomaba su arpa y se iba a tocar a la calle.
Había encontrado un lugar por donde pasaban cientos de jóvenes que regresaban a sus casas después de haber pasado horas en las discotecas y el los antros. Lo que motivó a aquel hombre a hacer esto fue que una vez pasó por allí a altas horas de la noche y le sorprendió ver tantos rostros deshumanizados. Sus facciones clamaban a gritos el hastío por la vida. Entonces tuvo la brillante idea de ir a tocar el arpa a ese lugar, el mismo día de la semana y a la misma hora.
El arpista le contaba a mi amigo que muchos jóvenes, después de haber estado expuestos por horas a un ruido ensordecedor y de haber consumido desmesuradamente alcohol o drogas, se quedaban allí como hipnotizados. En esas ocasiones su música tenía una utilidad terapéutica. Muchos se sentaban frente a él y dejaban pasar las horas, mientras el único ruido que interrumpía el silencio de la noche era el sonido armonioso de su arpa. Un día incluso se le acercó un joven, le tomó del brazo y le dijo: “Antes de entrar en esta calle había tomado la firme resolución de suicidarme. Gracias por haberme ayudado con tu música a redescubrir que mi vida tiene sentido”.
El que está familiarizado con los escritos de los santos sabrá que sólo hay un modo de concluir una reflexión sobre el consuelo. Esta es la célebre oración atribuida a San Francisco de Asís, aunque en realidad fue escrita en 1912: Oh Señor, hazme un instrumento de tu paz…Oh maestro, haced que yo no busque tanto el ser consolado, sino consolar; ser comprendido, sino comprender; ser amado, sino amar. Porque es dando que se recibe; perdonando que se es perdonado y muriendo que se resucita a la vida eterna.
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