Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?

1. Sta. Teresa de Lisieux
Santa Teresa de Lisieux (1873-1897) expresó bien el secreto de la fecundidad de la oración que hoy muchos ya no entienden. La oración es la palanca que apoyada en Dios es capaz de mover el mundo. Esa oración inflama con un fuego de amor a los santos. Teresa nos confía una verdad de un valor incalculable: ¡los verdaderos «apóstoles» son los santos! Y, ante todo, ¡son apóstoles porque rezan!
Para tener santos, necesitamos personas de una auténtica oración; y la auténtica oración es la que inflama con un fuego de amor: solo así es posible levantar el mundo y acercarlo al corazón de Dios. Ella había tenido su primera experiencia de la eficacia de la oración cuando, con catorce años, pidió la conversión de un hombre que había sido condenado a muerte por un triple asesinato. Cuando se enteró de la noticia de la condena a muerte de Enrico Pranzini comenzó una oración ferviente, involucrando a su hermana Celina en la misma tarea. Al día siguiente de la ejecución, leyó que el reo cuando estaba a punto de meter su cabeza en el lúgubre agujero, sobrecogido por una inspiración repentina, dio media vuelta, cogió un Crucifijo que le presentaba el sacerdote, ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas!
Si creyéramos en la eficacia de la oración, nos pasaríamos mucho tiempo de rodillas. ¡Y el mundo cambiaría de dirección!
El hombre no puede realizarse sin oración, decía David Maria Turoldo (1916-1992): “Yo creo que el hombre no puede realizarse sin el silencio ni la oración. Lo que más falta en este tiempo nuestro, en esta civilización, es el espíritu de oración. Esta sería la verdadera revolución: ¿el mundo no reza? Yo rezo. ¿El mundo no guarda si- lencio? Yo guardo silencio. Y me pongo a la escucha. ¡Sí, es necesario volver a orar! Solo la oración deja espacio a Dios en nuestra vida y en la historia del mundo: y con Dios todo es posible.
Teresa de Calcuta también decía que sin Dios somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres. Preguntó a un sacerdote joven, cuántas horas rezaba y cuando le contestó, le dijo: «¡No es suficiente! ¡La relación con Jesús es una relación de amor! Y en el amor uno no puede limitarse al deber. Haces bien en celebrar la misa cada día y en rezar el rosario y el breviario: ¡es tu deber! Pero tienes que añadir un poco de tiempo de adoración delante de la Eucaristía, ¡en un tú a tú con Jesús!». Y añadió: ¡sin Dios somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres!».
2. Señor, ¡Enséñanos a orar!
No se puede vivir sin oración. En la Biblia se afirma claramente la necesidad de la oración, ¡de la verdadera oración! De hecho, el mismo Jesús rezaba. Este argumento basta para estar a favor de la oración porque para todo discípulo, el comportamiento de Jesús es una norma absoluta de vida. ¡De hecho, Jesús es el Maestro! Y en él se ve que la oración ha sido literalmente el centro de la vida de Jesús: la oración era su respiración, su horizonte de referencia, la fuente de sus acciones y de sus palabras.
El evangelista Marcos anota: «Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar» (Mc 1,35). Debía de ser un gesto tan habitual de Jesús que se quedó profundamente impreso en la memoria de los apóstoles: estos, después de la Ascensión, no podían acordarse de su Maestro y Señor sin recordar al mismo tiempo su oración.
San Lucas, un escritor capaz casi de pintar los gestos de la vida de Jesús, subraya un aspecto de gran importancia: Jesús, antes de tomar la decisión de llamar a los apóstoles, ¡pasó una noche entera en oración! El evangelista relata este hecho porque es una extraordinaria lección de vida: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles» (Lc 6,12-13).
¿No tendría que hacer lo mismo cada discípulo? ¿No debería el discípulo tener sus ojos mirando siempre al Maestro para entender cada latido, cada matiz, cada pos- tura en su vida? ¿Cuánto se ha dirigido nuestra mirada al Señor en el día de hoy? ¿Cuánto inspira su vida la nuestra?
¡No se pueden eludir estas preguntas, si queremos que Jesús sea nuestro Maestro y nosotros seamos sus discípulos!
La oración de Jesús tenía que ser al mismo tiempo transparente y misteriosa: era una santa oración en la que se veía algo hermoso, pero al mismo tiempo seguía siendo un misterio profundo. La petición de los apóstoles fue espontánea: «Jesús, haznos entrar en este hermoso misterio que se ve en tus ojos y en tu rostro. Jesús, ¡enséñanos a orar!».
Los pasos del hombre hacia la oración están marcados por estas frases de la Escritura:
Y la respuesta de Dios se ve también en la Escritura
La oración cristiana desemboca en este océano: ¡en el mismo amor de Dios! No existe oración cristiana si no se crea un contacto entre nuestra pobreza y la riqueza infinita de la caridad de Dios. Pero cuando la oración es verdadera, un río de amor entra en nuestro corazón y nos llenamos del Espíritu Santo: ¡nos llenamos del amor de Dios!
3. San Francisco de Asís
Para Francisco, nacido en 1182 en Asís, fue crucial el encuentro con Jesús crucificado en la iglesia de San Damiano, ocurrido en el otoño del año 1205, cuando tenía 23 años. Fue un encuentro con Jesús que, por primera vez, le habló al corazón y entró en su corazón y lo interpeló personalmente.
En la vida de tantos cristianos, sacerdotes, religiosas y teólogos suele faltar precisamente estos encuentros con Jesús vivo y, entonces, la vida cristiana se reduce a una costumbre aburrida. Dios está lejos y casi es insignificante: falta el clic del entusiasmo y la implicación del corazón y, por tanto, de la vida.
Pero el encuentro decisivo de Francisco con Jesús es preparado por una crisis de seguridades: muy pronto, Francisco comprende que el dinero no es la seguridad sobre la que construir la vida; luego entiende lentamente que la diversión ni el poder ni el éxito ni la gloria mundana son las seguridades sobre las cuales poder construir la vida. Los lugares llamados “de placer”; ¡son lo más miserable y triste que se puede encontrar en el mundo!
Francisco prefería la humildad a los honores y Dios —que ama a los humildes— lo juzgaba digno de los puestos más encumbrados porque el verdadero humilde será enaltecido a una gloria sublime, de la que es arrojado el soberbio. A menudo, nosotros solo hacemos actos aparentes de humildad, pero nuestro corazón sigue habitado por el orgullo.
Para Francisco, la formidable decisión de no adorarse más a sí mismo, prepara el salto hacia los brazos de Dios. Que quede bien claro algo: si el yo está en el centro, Dios siempre se quedará en la periferia. No lo olvidemos. Y cuando Dios está en la periferia, ¡tampoco es posible la fraternidad!
A este respecto podemos concluir: ¿cuál es el mensaje que deja Francisco a todos los cristianos y a todos los hombres? Es sencillo y, al mismo tiempo, formidable: Francisco nos invita a tomarnos en serio el Evangelio, a tomarnos en serio a Jesús, a tomarnos en serio el camino recorrido por Jesús porque el amor asemeja: ¡el amor genera la imitación!
¡San Francisco nos recuerda que el Evangelio se puede vivir! Ahora viene la pregunta: ¿queremos de verdad al Señor? ¿Es el Señor realmente nuestro bien y nuestro sumo bien? No respondamos con precipitación: El problema se encuentra aquí. Que la misericordia de Dios nos conceda dar el salto hacia Dios, hacia el amor de Dios, del mismo modo que hizo Francisco. Ahora nos toca a nosotros.
Nos toca a nosotros dar una respuesta de amor al infinito amor que está ante nosotros, clavado en el terreno de nuestra vida con la Cruz de Jesús crucificado por amor nuestro. La pequeña iglesia de San Damiano está dentro de cada uno de nosotros: allí Jesús nos llama por nuestro nombre y espera nuestra respuesta. Y solo podemos oír la voz de Jesús si oramos, orando de verdad, orando con humildad.
4. Madre Teresa de Calcuta
Un periodista inglés, Malcolm Muggeridge, fue a la India para hacer una película sobre la labor de las Misioneras de la Caridad. Cuando entró en el lugar en el que cuidaban a los moribundos que recogían en la calle se asombró de la fortaleza de las religiosas y preguntó a Madre Teresa: “¿Dónde encuentran la fuerza para amar? ¿Dónde encuentran la fuerza para sonreír… aquí?». Madre Teresa fue extremadamente sincera y desafió al periodista diciéndole: «Venga mañana a las seis de la mañana a la puerta de nuestro pequeño convento. Entenderá dónde encontramos la fuerza para amar y sonreír».
Al día siguiente, puntual como auténtico inglés que era, Malcolm estaba delante de la puerta del pequeño convento. Madre Teresa, también puntual, lo recibió y lo llevó a la paupérrima capilla, sin bancos para sentarse, donde un grupo de hermanas con el sari de las mujeres que no cuentan para nada en la India, estaba recogida en oración y esperaba la celebración de la santa misa. Malcolm Muggeridge participó en silencio y todo le parecía sencillo, humilde e incluso un poco misterioso y aburrido. Se preguntaba: «¿Qué hacen estas religiosas? ¿Con quién hablan? ¿Qué reciben en esa pequeña hostia? ¿Acaso es posible que todo el secreto se encuentre aquí?». Una vez terminada la santa Misa, mientras Madre Teresa estaba yendo con paso rápido hacia sus pobres, dijo al periodista: «¿Ha visto? Todo el secreto está aquí. Es Jesús que nos pone en nuestro corazón su amor y nosotras vamos sencillamente a entregarlo a los pobres que nos encontramos en nuestro camino».
En su discurso ante las Naciones Unidas señaló: «Yo soy solo una pobre monja que reza. Rezando, Jesús me llena el corazón de su amor y yo voy a donárselo a los pobres que encuentro en mi camino». Hizo un momento de silencio, que pareció una eternidad. Luego añadió: «¡Recen también ustedes! Recen y se darán cuenta de los pobres que tienen al lado. Quizá muy cerca de sus casas. Quizá incluso en sus casas existe quien espera su amor. Recen y los ojos se abrirán y el corazón se llenará de amor».
Sigamos su ejemplo: que este año dedicado a la oración despierte en cada uno de nosotros la humildad que nos hace caer de rodillas y que salga del corazón una verdadera oración.
EN OCTUBRE EN LA PARROQUIA SAN PÍO X
Los martes (1º y 3ª de cada mes) a las 17:00
THE CHOSEN es una serie que, por primera vez, cuenta la historia de Jesús de Nazaret en formato serie de varias temporadas (8 como objetivo, de las cuales se han emitido ya 3 temporadas). Está financiada mediante crowdfunding y está dirigida y producida por Dallas Jenkins (@dallas.jenkins). Esta serie cuenta con especial detalle y en un contexto histórico muy trabajado, el ministerio público de Jesús de Nazaret, y, sobre todo, presenta a muchas de las personas que lo conocieron. («The Chosen» = Los elegidos).
La serie no solo ofrece una nueva perspectiva visual a muchos de los pasajes bíblicos que ya conocemos, sino que los dota de una profundidad extra y en algunos casos, con ciertos detalles teológicos, que nos puede permitir sacarla mucho jugo también desde el punto de vista de nuestras oraciones y reflexiones.
Aprovechando el enfoque de esta serie, no solo vale la pena verla sino también vale la pena rezarla. Como para nosotros «The Chosen» se ha convertido en una referencia recurrente, os queremos ofrecer una selección de reflexiones/catequesis católicas en base a las diferentes escenas/personajes de la serie. Esperamos sinceramente que ver cómo «los elegidos» son tocados y encontrados por Jesús, nos resulte útiles para acercarnos más y más a Él en nuestra vida.
Todas las reflexiones comparten una estructura común:
La primera temporada introduce a los primeros seguidores de Jesús y cómo son sus encuentros. Empieza con los primeros milagros de Jesús cerca de Cafarnaúm y la temporada acaba con el encuentro con la Samaritana en el pozo de Jacob.
Resumen del capítulo: En este primer capítulo se presenta la sanación de María Magdalena por Jesús, que estaba poseída por varios demonios. La acción comienza cuando María era pequeña y su padre le enseña rezar con este pasaje del profeta Isaías “Así dice el Señor que te creó y que te formó: No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre. Tú, eres mío” (Is 43,1) y termina, en la escena más icónica de este capítulo, con esta misma frase, en boca de Jesús, para liberarla de los demonios llamándola por su verdadero nombre: María.
Referencias bíblicas: María Magdalena aparece en los cuatro evangelios durante la pasión y muerte de Jesús y, especialmente en los pasajes de la resurrección del Señor. Es más, en el evangelio de San Juan (Jn 20, 1-18) su protagonismo es incluso mayor que en el resto de evangelios y es ella la primera persona que se encuentra con Jesús Resucitado. A pesar de este protagonismo, en ninguno de los evangelios aparece la narración de su sanación, aunque tanto Marcos (Mc 16,9) como Lucas (Lc 8,2) constatan que había sido liberada de varios demonios por Jesús cuando hablan de ella.
Reflexión: Tras ver el capítulo y detenernos en la contemplación de la imagen icónica que lo representa que encabeza este texto, nos centraremos en tres elementos de este episodio que nos pueden ayudar a vivir nuestra fe católica:
Conclusión-Oración: Creo que no puede haber mejor manera de acabar esta reflexión que retocando ligeramente las palabras del profeta Isaías que María aprendió de niña y hacerlas nuestras delante del Señor diciendo “No temo Señor, porque TU me has redimido, me has llamado por mi nombre. Yo, quiero ser tuyo, Señor. “
El próximo jueves 3 de octubre, a las 19h. en las Oficinas de la Curia Diocesana, tendrá lugar la presentación del Proyecto “Cuatro40” sobre Primer Anuncio, organizado por la Vicaría de Pastoral y la delegación de Apostolado Seglar.
Junto con su invitación a la esperanza en la bula de convocatoria del Jubileo Ordinario de 2025, el papa Francisco hace una serie de peticiones, que serían «signos de esperanza tangibles» para el mundo de hoy.
«Que el primer signo de esperanza se traduzca en paz para el mundo, el cual vuelve a encontrarse sumergido en la tragedia de la guerra. La humanidad, desmemoriada de los dramas del pasado, está sometida a una prueba nueva y difícil cuando ve a muchas poblaciones oprimidas por la brutalidad de la violencia. ¿Qué más les queda a estos pueblos que no hayan sufrido ya? ¿Cómo es posible que su grito desesperado de auxilio no impulse a los responsables de las Naciones a querer poner fin a los numerosos conflictos regionales, conscientes de las consecuencias que puedan derivarse a nivel mundial? ¿Es demasiado soñar que las armas callen y dejen de causar destrucción y muerte? Dejemos que el Jubileo nos recuerde que los que «trabajan por la paz» podrán ser «llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). La exigencia de paz nos interpela a todos y urge que se lleven a cabo proyectos concretos. Que no falte el compromiso de la diplomacia por construir con valentía y creatividad espacios de negociación orientados a una paz duradera».
«A causa de los ritmos frenéticos de la vida, de los temores ante el futuro, de la falta de garantías laborales y tutelas sociales adecuadas, de modelos sociales cuya agenda está dictada por la búsqueda de beneficios más que por el cuidado de las relaciones, se asiste en varios países a una preocupante disminución de la natalidad. Por el contrario, en otros contextos, «culpar al aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos es un modo de no enfrentar los problemas. Es urgente que, además del compromiso legislativo de los estados, haya un apoyo convencido por parte de las comunidades creyentes y de la comunidad civil tanto en su conjunto como en cada uno de sus miembros, porque el deseo de los jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas, como fruto de la fecundidad de su amor, da una perspectiva de futuro a toda sociedad y es un motivo de esperanza: porque depende de la esperanza y produce esperanza».
«En el Año jubilar estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza para tantos hermanos y hermanas que viven en condiciones de penuria. Pienso en los presos que, privados de la libertad, experimentan cada día —además de la dureza de la reclusión— el vacío afectivo, las restricciones impuestas y, en bastantes casos, la falta de respeto. Propongo a los gobiernos del mundo que en el Año del Jubileo se asuman iniciativas que devuelvan la esperanza; formas de amnistía o de condonación de la pena orientadas a ayudar a las personas para que recuperen la confianza en sí mismas y en la sociedad; itinerarios de reinserción en la comunidad a los que corresponda un compromiso concreto en la observancia de las leyes».
«Que se ofrezcan signos de esperanza a los enfermos que están en sus casas o en los hospitales. Que sus sufrimientos puedan ser aliviados con la cercanía de las personas que los visitan y el afecto que reciben. Las obras de misericordia son igualmente obras de esperanza, que despiertan en los corazones sentimientos de gratitud. Que esa gratitud llegue también a todos los agentes sanitarios que, en condiciones no pocas veces difíciles, ejercitan su misión con cuidado solícito hacia las personas enfermas y más frágiles.
Que no falte una atención inclusiva hacia cuantos hallándose en condiciones de vida particularmente difíciles experimentan la propia debilidad, especialmente a los afectados por patologías o discapacidades que limitan notablemente la autonomía personal. Cuidar de ellos es un himno a la dignidad humana, un canto de esperanza que requiere acciones concertadas por toda la sociedad».
«También necesitan signos de esperanza aquellos que en sí mismos la representan: los jóvenes. Ellos, lamentablemente, con frecuencia ven que sus sueños se derrumban. No podemos decepcionarlos; en su entusiasmo se fundamenta el porvenir. Es hermoso verlos liberar energías, por ejemplo cuando se entregan con tesón y se comprometen voluntariamente en las situaciones de catástrofe o de inestabilidad social. Sin embargo, resulta triste ver jóvenes sin esperanza. Por otra parte, cuando el futuro se vuelve incierto e impermeable a los sueños; cuando los estudios no ofrecen oportunidades y la falta de trabajo o de una ocupación suficientemente estable amenazan con destruir los deseos, entonceses inevitable que el presente se viva en la melancolía y el aburrimiento. La ilusión de las drogas, el riesgo de caer en la delincuencia y la búsqueda de lo efímero crean en ellos, más que en otros, confusión y oscurecen la belleza y el sentido de la vida, abatiéndolos en abismos oscuros e induciéndolos a cometer gestos autodestructivos. Por eso, que el Jubileo sea en la Iglesia una ocasión para estimularlos. Ocupémonos con ardor renovado de los jóvenes, los estudiantes, los novios, las nuevas generaciones. ¡Que haya cercanía a los jóvenes, que son la alegría y la esperanza de la Iglesia y del mundo!».
«No pueden faltar signos de esperanza hacia los migrantes, que abandonan su tierra en busca de una vida mejor para ellos y sus familias. Que sus esperanzas no se vean frustradas por prejuicios y cerrazones; que la acogida, que abre los brazos a cada uno en razón de su dignidad, vaya acompañada por la responsabilidad, para que a nadie se le niegue el derecho a construir un futuro mejor. Que a los numerosos exiliados, desplazados y refugiados, a quienes los conflictivos sucesos internacionales obligan a huir para evitar guerras, violencia y discriminaciones, se les garantice la seguridad, el acceso al trabajo y a la instrucción, instrumentos necesarios para su inserción en el nuevo contexto social
Que la comunidad cristiana esté siempre dispuesta a defender el derecho de los más débiles. Que generosamente abra de par en par sus acogedoras puertas, para que a nadie le falte nunca la esperanza de una vida mejor. Que resuene en nuestros corazones la Palabra del Señor que, en la parábola del juicio final, dijo: «estaba de paso, y me alojaron», porque «cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,35.40)».
«Signos de esperanza merecen los ancianos, que a menudo experimentan soledad y sentimientos de abandono. Valorar el tesoro que son, sus experiencias de vida, la sabiduría que tienen y el aporte que son capaces de ofrecer, es un compromiso para la comunidad cristiana y para la sociedad civil, llamadas a trabajar juntas por la alianza entre las generaciones.
Dirijo un recuerdo particular a los abuelos y a las abuelas, que representan la transmisión de la fe y la sabiduría de la vida a las generaciones más jóvenes. Que sean sostenidos por la gratitud de los hijos y el amor de los nietos, que encuentran en ellos arraigo, comprensión y aliento».
«Imploro, de manera apremiante, esperanza para los millares de pobres, que carecen con frecuencia de lo necesario para vivir. Frente a la sucesión de oleadas de pobreza siempre nuevas, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Pero no podemos apartar la mirada de situaciones tan dramáticas, que hoy se constatan en todas partes y no sólo en determinadas zonas del mundo. Encontramos cada día personas pobres o empobrecidas que a veces pueden ser nuestros vecinos. A menudo no tienen una vivienda, ni la comida suficiente para cada jornada. Sufren la exclusión y la indiferencia de muchos. Es escandaloso que, en un mundo dotado de enormes recursos, destinados en gran parte a los armamentos, los pobres sean «la mayor parte […], miles de millones de personas. Hoy están presentes en los debates políticos y económicos internacionales, pero frecuentemente parece que sus problemas se plantean como un apéndice, como una cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no se los considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación concreta, quedan frecuentemente en el último lugar». No lo olvidemos: los pobres, casi siempre, son víctimas, no culpables».
«Renuevo el llamamiento a fin de que con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones violentas o engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar una vida más digna»
«Hay otra invitación apremiante que deseo dirigir en vista del Año jubilar; va dirigida a las naciones más ricas, para que reconozcan la gravedad de tantas decisiones tomadas y determinen condonar las deudas de los países que nunca podrán saldarlas».