viernes, 12 de abril de 2019

Pregón de la Semana Santa de Logroño 2019 por Monseñor Abilio Martínez Varea, obispo de Osma-Soria

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Querría comenzar mi intervención agradeciendo al Prior, al Hermano Mayor y a toda la Junta Directiva de la Hermandad de Cofradías de la Ciudad de Logroño, la confianza puesta en mi persona para pregonar la Semana Santa de la ciudad de Logroño en este año. Me siento muy honrado por realizar este encargo en la que será mi tercera Semana Santa fuera de la Diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño, dado que el Señor y el Santo Padre han querido que sea el Obispo de la vecina diócesis de Osma – Soria. Saludo muy especialmente al Sr. Obispo de la Diócesis D. Carlos Escribano, Vicario General, Sacerdotes, a mi familia, a las autoridades aquí presentes, hermanos todos.


Desde mi infancia, allí en mi Autol natal, siempre he estado muy vinculado al mundo de la piedad popular visualizada en las procesiones de la Semana Santa. Recibí con gran cariño el Emblema de honor de la Cofradía del Santísimo Sacramento, que es la que se encarga de portar los pasos durante la Semana Santa. Y ahora, desde que soy Obispo de la Diócesis de Osma-Soria, no dejo de expresar mi admiración también por la puesta en escena de los Misterios de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, por las calles del Burgo de Osma, en donde resalta la Salve que se canta a Nuestra madre de la Soledad en la Plaza de la Catedral de la Villa Episcopal. Salve que no nace de las gargantas, sino del corazón de sus hijos que la quieren y sufren con ella por la muerte de su Hijo Jesús.

Quiero expresar también mi cariño por la Semana Santa logroñesa. Una Semana Santa en la que, gracias a Dios, he podido participar desde hace mucho tiempo. Los primeros años, como un cristiano más, viendo y vibrando por dentro ante la majestuosidad de nuestros pasos por las calles de Logroño, que artísticamente nos hablan de muerte y Resurrección. Más adelante, como Prior de la Cofradía del Santo Sepulcro, encargada de procesionar a Nuestro Señor Jesucristo en ese magnífico sepulcro, ante el cual el silencio se hace palabra por la belleza de este paso.


He sido invitado a pronunciaros el pregón de Semana Santa. Y el pregonero se siente confundido: ¿Acaso necesita la Semana Santa ser pregonada? ¿No habla por sí sola directamente al corazón, a lo profundo de nuestro ser? Porque Semana Santa es todo menos folklore, tradición rutinaria, leyenda o mito. La Semana Santa es la pasión de un hombre real, de carne y hueso, Jesús de Nazaret y, al mismo tiempo, de un Dios-Hijo, despojado de todo, hecho por nosotros tierra de nuestra tierra, sangre de nuestra sangre, dolor de nuestro dolor, muerte de nuestra muerte y, en el horizonte, resurrección personal y esperanza universal.


Así nos lo recuerda el Apóstol Pablo, en el famoso himno cristológico de su carta a los Filipenses:
Pensad entre vosotros de la misma manera que Cristo Jesús, el cual:
Aunque era de naturaleza divina,
no se aferró al hecho de ser igual a Dios,
sino que renunció a lo que le era propio
y tomó naturaleza de siervo.
Nació como un hombre,
y al presentarse como hombre
se humilló a sí mismo
y se hizo obediente hasta la muerte,
hasta la muerte en la cruz.
Por eso, Dios lo exaltó al más alto honor
y le dio el más excelente de todos los nombres,
para que al nombre de Jesús
caigan de rodillas
todos los que están en los cielos,
en la tierra y debajo de la tierra,
y todos reconozcan
que Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre.


ANUNCIO
La Semana Santa en Logroño, y en toda La Rioja, tiene que ser mucho más que un símbolo nostálgico del pasado. Es identidad, resistencia y provocación en medio de nuestra cultura del olvido, de la increencia y del laicismo creciente. Tiene que ser todavía, y sobre todo, el reconocimiento agradecido de un pueblo a su Señor, que quiso comprarnos a precio de humanidad y sangre para darnos esa vida que, saltando más allá del drama cotidiano, desemboca en la eternidad. La Semana Santa sigue siendo la medida de la altura y profundidad del hombre y la mujer de este pueblo y de estas tierras milenarias.


La Semana Santa tiene un trasfondo muy triste, con un dolor pesado en el alma de las gentes: los muertos por la guerra, por los terremotos, los enfermos, los ancianos que viven en soledad, los niños a los que se les niega la vida, las mujeres maltratadas, los cristianos perseguidos… Los creyentes también nos percatamos de la dura realidad, pero sabemos que, por encima de todo, estamos en Dios, en sus manos y en su regazo de vida y de paz, pues como San Pablo podemos decir: “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). En Dios sucede todo y Él tiene y tendrá la última palabra: el definitivo juicio. Ahora calladamente, en el silencio, en el compartir con las víctimas, en el sufrimiento del inocente, alineándose firmemente en cada conciencia humana por la justicia y la verdad; luego, al final de los tiempos y del mal, en esa explosión universal de luz y de amor que es la manifestación de su plan de salvación.


Una Semana Santa arraigada en lo más profundo del alma dolorida de muchas personas, víctimas de una u otra forma del dolor, que puede llevarnos a entender mejor la Semana Santa de Jesucristo, la víctima Inocente por excelencia, y a aprender de su Semana Santa a la hora de encontrar sentido a la nuestra. Porque todos, en algún momento de nuestra vida, tenemos nuestra propia Semana Santa: la enfermedad, el dolor, la soledad, la muerte… Sin embargo, su resurrección es la que da sentido a nuestro sufrimiento: si Él resucitó, todos resucitaremos con Él. Ante nuestras adversidades, Él es el modelo que nos ayuda a saber que a todo Viernes de Pasión, le sucede un Domingo de Pascua.

León Felipe, poeta de la luz, del llanto y de la oración, se atrevió a gritar: “Cuando el hombre pregunta “quién soy yo y ya nadie responde, sólo queda mirar al Cristo. Cristo es el hombre, la sangre del hombre, la sangre de todo hombre. Y esto lo afirmo desde el llanto capaz de ganar la Luz”. Jesús fue el hombre que, sobre todo, “pasó por esta tierra haciendo el bien”. El hombre de la mayor presencia posible de Dios en el ser humano. Y el misterio de este Jesús, de su muerte y resurrección, es el que os anuncio, amigos, hermanos y hermanas.

SEMANA SANTA
En el Viernes Santo nos preguntamos por el misterio del mal y de la presencia del egoísmo y de la maldad extrema en la persona humana: todos los campos de concentración, las guerras, todos los grupos y bandas que imponen el miedo, el odio y la angustia, son la expresión por excelencia de ese misterio del mal y de la sombra oscura sobre el mundo que nunca comprenderemos y que lleva a muchos a preguntarse: ¿Sirve hoy la muerte de Cristo para algo concreto? ¿No sigue habiendo muertes absurdas? ¿Por qué el dolor y el sufrimiento inexplicables de tanta gente buena a la que le ocurren cosas malas?

Qué gran misterio: el drama de la cruz, de la muerte, del sufrimiento, del dolor, de cada persona y de la humanidad en conjunto, ¡no es ajeno a Dios! El Hijo, encarnado y redentor, asumió toda nuestra condición para “divinizarla redimiéndola; para sanarla, para transfigurarla, para hacerla nueva y hacerla divina”. El mal, la enfermedad, el sufrimiento y el dolor, lo negativo en todas y cada una de sus formas, ya no tienen la última palabra. A la gran narración de tanto y tan profundo mal en la historia de la humanidad, el cristianismo propone otro relato: la vida, muerte y resurrección de Jesús el Nazareno, el Hijo de Dios. Experimentando este gran y real misterio, alguien ha dejado escrito con maestría: No es lo peor esta cruz horrorosa, no es lo peor el cáncer o la silla de ruedas, ni la cárcel injusta o la tortura, ni la exclusión o la pobreza. Lo peor es el vacío del alma, el sin-sentido, la tiniebla existencial y el no encontrar esperanza. Lo peor es no saber por qué luchar. Y entonces nace la misma pregunta que un día lanzó Cristo: “¿Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado?”. Acércate, por favor, Señor, y repíteme una vez más: “Hijo mío, no temas; tu lucha y tu dolor son semillas que tienen sabor y valor de vida nueva”.

Hoy quiero tener un recuerdo muy especial por todos los hermanos cofrades y todos aquellos familiares de los aquí presentes, que han muerto y por los sacerdotes de esta diócesis que han fallecido recientemente. A Dios nadie lo ha visto jamás, pero si nos amamos, el rumor de su presencia está vivo entre nosotros constantemente, dice San Juan, en espera de la presencia y del juicio definitivo cara a cara. Por esto el Viernes Santo no es santo tanto por el dolor y la muerte, cuanto por el amor: la muerte de Jesús en la cruz es el mayor gesto de ternura de Dios a la humanidad.

El Domingo de Pascua es el día de la respuesta definitiva de Dios: la Resurrección. La luz. La Paz. La alegría.
Muerto lo bajaban
a la tumba nueva.
Nunca tan adentro
tuvo al sol la tierra.
Daba el monte gritos
piedra contra piedra.
Vi los cielos nuevos
y la tierra nueva.
Cristo entre los vivos
y la muerte muerta.

No tenemos que esperar pasivamente un más allá que hayamos de ganar con ritos y formalismos. La muerte y resurrección de Jesús inauguran una nueva realidad, una nueva existencia. Con unos valores propios únicos, que alcanzarán su resplandor definitivo en la medida en que la injusticia, el miedo, el terror, la incomunicación y la soledad sean ensombrecidos y ocultados por el amor, la justicia, la amistad, la paz, la unidad. Por la mano amiga, por el compartir el camino, por la sonrisa gratuita, por el misionero y el voluntario que entregan su vida desinteresadamente, por el amor del trabajador, del médico, del maestro, del sacerdote o del catequista que entregan calladamente… sus labores, su tiempo, su saber, su corazón en el rincón más olvidado del mundo o de nuestra ciudad de Logroño, de quien apenas cuenta nada para el prestigio, el éxito o la fama. Así la resurrección es y va siendo, a la vez, don de Dios y tarea nuestra.

El apasionado San Agustín, enamorado de su Señor, se atreve a exclamar: “Cristo es fuente de vida: acércate, bebe y vive. Es luz: acércate, ilumínate y ve. Sin su gracia estarás árido. Cristo trabaja en ti, tiene sed de Ti, tiene hambre en ti y padece tribulación. Y aún El muere en Ti, y tú estás resucitado en El”.

Entramos en el Pórtico de la Semana Santa. Agudicemos los ojos del corazón mirándole sólo a Él, el Señor de la Vida, del Cosmos y de la Historia, el Hijo de la misericordia entrañable y del amor de ágape, gratuito y total. No tengamos miedo; abramos nuestro corazón y nuestras entrañas a quien nos conoce mejor que nosotros a nosotros mismos, a quien nos puede limpiar y alumbrar de nuevo.
El pregonero acaba este relato. Ahora os corresponde a vosotros convertiros en pregoneros. El pregonero calla para que se abran vuestras gargantas. Narrad, proclamad, celebrad y vivid. Decid a cuantos os encontréis quién es este Hombre, quién es Jesús, el Nazareno, contad lo que habéis visto y oído. Y después de contemplar la historia de dolor y amor de este Hombre, uníos a esta confesión de fe: ‘Verdaderamente este Hombre es el Hijo de Dios’.

Queridos cristianos: Feliz Semana Santa

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