¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!
1.- Oración introductoria.
Señor, hoy necesito que me enseñes a saber “gritar en mi oración”. Y no es que crea que estás sordo, ni que estás tan lejos que no me puedas oír. Necesito poner delante de tus ojos “mi vida desgarrada, mi corazón lacerado, mi alma dolorida”. A veces, la vida pesa demasiado, nos duele el alma; y cuando duele el alma es que duele todo. Quisiera en esos momentos duros de la vida, que vinieras a mí como médico y tocaras mis heridas sangrantes.
2.- Lectura reposada del evangelio: Mateo 9, 27-31
Cuando Jesús salía de Cafarnaúm, lo siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!»Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les preguntó: «¿Creen que puedo hacerlo?» Ellos le contestaron: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Que se haga en vosotros conforme a vuestra fe.». Y se les abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Que nadie lo sepa!» Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella región.
3.- Qué dice el texto.
Meditación-reflexión.
Siempre me han impresionado los gritos en la oración. Aparecen con frecuencia en los salmos. También Jesús gritó en la Cruz. Es verdad que Dios Padre no necesita ni de gritos ni siquiera de palabras. “Él sabe lo que necesitamos antes incluso de que lo pidamos”. (Mt. 6,8). Pero el grito es la mejor expresión de un corazón dolorido que, en medio del dolor, busca la cercanía de “una presencia”. Estos dos ciegos tenían necesidad de acercarse y encontrarse con Jesús. El Señor “les tocó los ojos”. Tenían suficiente fe como para que Jesús, como hizo con el Centurión, hiciera el milagro desde la distancia. Pero quiso “tocar sus ojos enfermos”. Es Jesús ese médico maravilloso que quiere acercarse, ver, tocar la enfermedad y curarla. Así queda bien manifiesto que Jesús “curaba con la cercanía de su amor”. En realidad, podemos estar cojos, ciegos, sordos, mudos… pero nuestra enfermedad más profunda es la “lejanía de Dios”. Esos ciegos no tenían vista, pero tenían fe. Y Jesús los curó “conforme a su fe”. Y les dio una extraña recomendación: ¡Que nadie lo sepa! Pero ellos no hicieron caso y lo divulgaron por toda la región. Probablemente nosotros hubiéramos hecho lo mismo. ¿Cómo podemos ocultar las maravillas que Dios hace en nosotros? ¿Acaso no nos ha mandado el mismo Señor que publiquemos desde las azoteas lo que nos ha dicho en lo oculto? (Mt. 10,27). Con todo, hoy me parece también bonita la frase: ¡que nadie lo sepa!… Hay muchas cosas maravillosas en nuestra vida que deben permanecer ocultas para que las disfrutemos en soledad, sin testigos, sólo ¡entre Él y nosotros! Es estupendo conservar en nuestro solitario corazón experiencias que han sucedido en nuestra vida “sin saber cómo” (Mc. 4,27).
Palabra del Papa
“Al final el ciego curado llega a la fe, y ésta es la gracia más grande que le viene dada por Jesús: no sólo poder ver, sino conocerle a Él, ver a Él, como ‘la luz del mundo’”. Este es un relato del Evangelio que hace ver el drama de la ceguera interior de tanta gente: también nuestra gente ¿eh?, -también nosotros- porque nosotros tenemos, algunas veces, momentos de ceguera interior”. Nuestra vida es parecida a aquella del ciego que se ha abierto a la luz, que se ha abierto a Dios y a la gracia. A veces, lamentablemente, es un poco como aquella de los doctores de la ley: desde lo alto de nuestro orgullo juzgamos a los demás, y ¡hasta al Señor! “Y debemos caminar decididamente sobre el camino de la santidad, que tiene su inicio en el Bautismo, y en el Bautismo hemos sido iluminados, para que, como nos recuerda san Pablo, podamos comportarnos como ‘hijos de la luz’, con humildad, paciencia, misericordia. Estos doctores de la ley no tenían ni humildad ni paciencia ni misericordia”. (Papa Francisco. Angelus.30-marzo-2014)
4.- Qué me dice hoy a mí este texto que acabo de meditar. (Silencio).
5.- Propósito. Me acercaré a la Eucaristía como un ciego que necesita ser curado por Jesús.
6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi silencio.
Al acabar esta oración quiero darte las gracias por la riqueza de tus palabras. Nos podemos acercar a ti con nuestras palabras y con nuestros gritos; y podemos agradarte unas veces “divulgando” lo que haces con nosotros y otras veces “silenciándolo” y rumiándolo a solas contigo. Tú eres “presencia y ausencia”, “palabra y silencio”, “prosa y poesía”. “viento y brisa”. ¡Qué grande eres, Dios mío! ¡Envuélvenos en un misterio de amor!
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