Una palabra del Señor en la última cena alumbra una nueva misión para la Iglesia naciente. Los apóstoles reciben en aquel momento una nueva encomienda: “Haced esto en memoria mía”. Lo que Jesús les ha mandado hacer es la celebración de la eucaristía, renovar y actualizar el misterio de la cruz. Decir al mundo “tomad y comed, es mi cuerpo”, “tomad y bebed, es mi sangre”.
No es un mandato menor: el sacramento de la eucaristía es el núcleo central de la celebración y de la Iglesia misma por eso se afirma que es fuente y culmen de la vida cristiana. Sin eucaristía no hay vida cristiana no hay Iglesia. Se afirma con rotundidad que, de la misma forma que la Iglesia hace la eucaristía -la celebra-, la eucaristía construye la Iglesia, la edifica, la sostiene. En la eucaristía está Jesús vivo unido a su cuerpo que es la Iglesia, por eso, quien participa de Él en la comunión participa de un encuentro salvador.
La fe que la Iglesia anuncia se tiene que convertir rápidamente en una fe celebrada. No se queda en los libros, salta a la vida de una comunidad y de las personas que forman parte de ella. La liturgia vela para que cada una de esas celebraciones, que son llamadas sacramentos, transmitan fielmente la fe de la Iglesia y vehiculen la vida de la gracia.
No es la eucaristía el único sacramento. Este misterio de Cristo se continúa en la Iglesia, en la que está presente Cristo y siempre le sirve, especialmente a través de aquellos signos instituidos por Él mismo, que significan y producen el don de la gracia, que son designados con el nombre de sacramentos. El Catecismo de la Iglesia Católica ofrece la siguiente definición: “Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina”.
Los sacramentos de la Iglesia -bautismo, eucaristía, confirmación, confesión, unción de enfermos, orden sacerdotal y matrimonio- corresponden a las etapas y los momentos importantes de la vida del cristiano y tienen un cierto paralelismo con la vida natural: le dan origen, la alimentan, la curan y la impulsan al servicio de los demás, al encuentro del otro. Por eso, en cada celebración del sacramento hay una auténtica celebración cristiana que se transmite a toda la comunidad.
La celebración cristiana no solo supone la fe, también la fortalece, la acrecienta y la expresa con palabras y acciones. Centenares de fiestas y lugares sagrados, además de expresiones de la religiosidad popular, tienen su origen y centro en la vida sacramental. El fruto de la vida sacramental es a la vez personal y eclesial.
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