Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre
1.- Introducción.
Señor, Tú has sido el único que has podido elegir a tu propia madre. Y, lógicamente, la has elegido como Dios: la más bella, la más dulce, la más tierna, la más bondadosa, la más amable, la más misericordiosa. Y, al elegirla, has roto todos nuestros esquemas. No has ido ni a la sabia Grecia ni a la opulenta Roma sino a una aldea insignificante, a Nazaret, a una mujer humilde y sencilla. ¡Tú la miraste! Y, desde entonces, ya no ha sucedido en este mundo nada más bello como esa mirada.
2.-Lectura reposada del evangelio. Juan 19, 25-27
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.
3. Qué dice el texto.
Meditación-reflexión
En este corto evangelio Jesús da a la Virgen los dos títulos femeninos más hermosos: Mujer y Madre. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Al decirle “mujer” no se refiere a una mujer concreta sino a la mujer en general. María es el prototipo de mujer. La mujer perfecta, la mujer por antonomasia. Y la mujer, antes de ser madre, hermana, hija, o esposa, deber ser “mujer” Y decir “mujer” es decir encanto, delicadeza, finura, elegancia, belleza, armonía…. Cuando Jesús le dice a la virgen “mujer” es como decirle: “Te quiero femenina”. Y después le dice “Madre”. Hay muy pocas cosas en el mundo en las que todos estemos de acuerdo. Pero sí en una: en que la “madre” es lo más bello y hermoso de esta vida. Si la comparamos con el alimento, es “el mejor bocado”; si la comparamos con el aire, es “la brisa más suave y refrescante”; si la comparamos con la bebida, es el licor más embriagador; si la comparamos con la música, es la más preciosa sinfonía. De lo que es una madre sólo nos damos cuenta cuando la perdemos y, a partir de entonces, hay un “antes” y “un después”. Un “antes” alegre y feliz nimbado de luz y un “después” triste, envuelto en oscuridad. La fiesta de la Asunción de María en “cuerpo y alma al cielo” nos dice que ése es el destino de todos: encontrarnos con nuestras propias madres, en cuerpo y alma, poder besarlas, abrazarlas, teniendo todo el tiempo por delante…y esto mismo hacerlo con María, la madre de Dios, que es también nuestra propia madre.
Palabra del Papa Francisco
“Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: “He ahí a tu madre”. Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la “mujer” se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría”. (Homilía de S.S. Francisco, 1 de enero de 2014).
4.- Qué me dice hoy a mí este texto. (Guardo silencio)
5.- Propósito: Encontrar un tiempo y un espacio para disfrutar pensando en esto: “La Madre de Dios es mi madre”.
6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.
Señor, no quiero acabar hoy mi oración sin darte gracias por el regalo que nos dejaste un poco antes de morir. Estabas con unos dolores terribles, con una muerte inminente, y todavía tuviste fuerzas para mirar a Juan y decirle: “Ahí tienes a tu madre”. No quisiste que nos quedáramos huérfanos. Todo el derroche de fortaleza y de ternura que había tenido María contigo hasta el momento supremo de la Cruz, no quisiste que se perdiera, sino que quedara para todos nosotros. Gracias, Señor, por tanto amor.
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