martes, 6 de febrero de 2024

2. COMPASIÓN Y ESPERANZA


1. Texto bíblico

Somos consolados para consolar: 2 Cor 1,3-7

«¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo. De hecho, si pasamos tribulaciones, es para vuestro consuelo y salvación; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que os da la capacidad de aguantar los mismos sufrimientos que padecemos nosotros. Nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que si compartís los sufrimientos, también compartiréis el consuelo».

2. Reflexión pastoral

Consolad, consolad a mi pueblo

En la Sagrada Escritura resuena, con toda su fuerza, la llamada de Dios a consolar a los que sufren. El Libro de la Consolación, del profeta Isaías, se abre con ese deseo –y mandato divino– de que nosotros participemos en el ministerio de la consolación: «Consolad, consolad a mi pueblo –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle» (Is 40,1-2).

La palabra “consolar” en hebreo significa, en sentido causal, “hacer respirar”, hacer recuperar el aliento en una situación de dolor, de miedo; consolar es ayudar a una persona deprimida, maltratada, rota hasta el punto de no ser capaz de recuperar el aliento, a respirar nuevamente. La etimología hebrea resalta ese aspecto físico-psicológico de la consolación: volver a respirar, sentir alivio. Se aplica a la vivencia subjetiva, mental, del sufrimiento, pero incorporando claramente sus connotaciones corporales; es bien sabido que, en la mentalidad hebrea, el cuerpo y la mente-espíritu son inseparables, forman una unidad.

Su traducción al griego (parakaleo, paraklesis), insiste en la acepción de alentar, exhortar, sostener, confortar a los que sufren. La animación y la exhortación nos hacen sentir, efectivamente, la solidaridad, nos ayudan a vencer la soledad, nos confortan, nos consuelan.

Nuestra palabra “consolar” viene del latín consolari formado por el prefijo con- “unión, cooperación” y el verbo solari, “aliviar, calmar, apaciguar”. Significa, por ello, “estar unidos en el alivio”: aliviar, confortar, reconfortar, desahogar, animar, alentar, calmar, tranquilizar, serenar.

Consolar es, precisamente, una de las acciones que mejor puede definir el acompañamiento pastoral de quien sufre un trastorno mental, así como de sus familiares y cuidadores, de sus seres queridos, que con tanta abnegación lo están cuidando.

Consuelo de Dios

El cristiano, unido a Cristo, es consolado justamente en el momento más duro de su sufrimiento, como tan bien lo expresa san Pablo: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Cor 1,3-5).

Esta consolación no se recibe pasivamente; es simultáneamente alivio, animación, exhortación. La única fuente de la consolación es Dios (2 Cor 1,3.4). Él es el único que verdaderamente puede aliviar, animar y serenar nuestro débil ser, nuestro cuerpo dolorido, nuestra mente hundida en el sufrimiento; el único que puede reanimar, dar esperanza y construir un nuevo modo de vivir a quien pasa por la noche oscura de las alteraciones mentales.

Sentir el consuelo

Este consuelo lo recibimos por medio de Cristo (2 Cor 1,5), que sufre con cada hermano nuestro que sufre, y que quiere que participemos con Él en esta hermosa misión. Nosotros mismos también necesitamos ser consolados y fortalecidos en medio de nuestro estrés laboral, de nuestra tensión diaria, de nuestra ansiedad habitual, de nuestras depresiones reactivas, de nuestros agobios y angustias: de nuestros sufrimientos.

Nadie puede decir, verdaderamente, que disfruta del “mayor estado de bienestar mental” –como bien quiere expresar la definición de la Organización Mundial de la Salud– pues nuestra salud mental siempre anda muy amenazada por los mil problemas de la vida, y por los condicionamientos de nuestro propio cuerpo y mente.

Por eso mismo, nosotros, que también participamos del sufrimiento mental –en algún grado, nadie está exento del mismo– experimentamos cómo nuestro buen Dios infunde en nuestras almas, en nuestro espíritu, el suave bálsamo del Espíritu Consolador, confortándonos en las ansiedades de nuestra vida, en aquellas en las que a cada uno le toca vivir.

Compartir el consuelo

Sentir, en lo más profundo de nuestro ser, ese consuelo que sólo de Dios procede, de ese «Dios que consuela a los afligidos» (2 Cor 7,6) –el único que verdaderamente puede curar nuestro espíritu dolorido–, es el primer paso para que también nosotros podamos llevar ese mismo consuelo a cuantos pasan por el valle del sufrimiento, de la angustia que comporta el trastorno mental: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Cor 1,3-4).

Consuelo y paciencia

La paciencia –que tan necesaria es siempre en toda acción pastoral– nos sostiene y nos da perseverancia en nuestro acompañamiento a quien está necesitando de una mano consoladora que lo reanime y sostenga. De nosotros, que, aunque nos veamos pobres y débiles –y, a veces con algunos de esos sufrimientos– somos, en virtud de la fe, fuertes en Cristo. De ahí que san Pablo nos exhorte y nos estimule vivamente:

«Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los endebles y no buscar la satisfacción propia. Que cada uno de nosotros busque agradar al prójimo en lo bueno y para edificación suya… a fin de que a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza. Que el Dios de la paciencia y del consuelo os conceda tener entre vosotros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús; de este modo, unánimes, a una voz, glorificaréis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,1-2.4-7).

La paciencia nos ayuda a esperar, a confiar, y a poder ser sembradores de paz y de alegría, de serenidad en los momentos difíciles, de transmitir esa fortaleza de ánimo, que recibimos de Dios, a quienes nos rodean, a quienes más la necesitan. «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente» (Col 3,12-13).

Siempre debemos pedir al Señor que nos revista de ese don, pues toda paciencia es poca cuando acompañamos a un enfermo depresivo, ansioso, obsesivo o con trastorno de la personalidad, a quien padece un trastorno mental. Y también debemos pedirla para sus seres queridos, que, a veces, sufren más que el propio paciente y que se les agota en sus fuerzas humanas.

Tratamiento médico y psicológico

En nuestra misión de acompañamiento pastoral, no hemos de perder de vista la necesidad, que tiene para el enfermo, de seguir el pertinente tratamiento. En efecto, a diferencia de las enfermedades orgánicas en que, generalmente, los enfermos son conscientes de la importancia de seguir el tratamiento facultativo, en algunos de estos trastornos mentales, el enfermo no es consciente de su padecimiento o es reacio a ser tratado.

Por ello, hemos de tener bien presente la importancia de insistir –ante el enfermo y sus familiares– en que, siguiendo el tratamiento prescrito por los médicos y con la adecuada terapéutica psicológica, la mayoría de estos trastornos pueden mejorar o incluso desaparecer. Aunque algunas enfermedades mentales son crónicas, y de tratamiento largo e incierto, y de difícil adherencia, todas pueden mejorar clínicamente si se sigue fielmente lo prescrito por los profesionales sanitarios. Recordemos la enseñanza del libro del Eclesiastés:

«Honra al médico por los servicios que presta, que también a él lo creó el Señor. Del Altísimo viene la curación. El Señor hace que la tierra produzca remedios, y el hombre prudente no los desprecia. Con sus medios el médico cura y elimina el sufrimiento, con ellos el farmacéutico prepara sus mezclas. Y así nunca se acaban las obras del Señor, de él procede el bienestar sobre toda la tierra. Hijo, en tu enfermedad, no te desanimes, sino ruega al Señor, que él te curará. Aparta tus faltas, corrige tus acciones y purifica tu corazón de todo pecado. Luego recurre al médico, pues también a él lo creó el Señor; que no se aparte de tu lado, pues lo necesitas: hay ocasiones en que la curación está en sus manos. También ellos rezan al Señor, para que les conceda poder aliviar el dolor, curar la enfermedad y salvar tu vida» (Ecle 38,1-2.4.7-10.12-14).

Consuelo y esperanza

El sufrimiento de nuestros hermanos se convierte en una urgente llamada a convertirnos en testigos del amor de Dios para que derramemos, sobre sus heridas, el aceite de la consolación y el vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús, misericordioso y compasivo, y así acompañarlos en su sufrimiento.

Pero detrás del dolor, siempre se abre la puerta de la esperanza. Esperanza que sobrepasa este mundo y nos lleva a las mismas puertas de la eternidad. Efectivamente, algunos de estos trastornos harán sufrir al enfermo durante toda su vida mortal, con sus crisis y períodos variables de clínica, pero sin expectativa real de curación. No nos podemos detener ante la ausencia de posibilidad de curación o su dificultad, sino que siempre hemos de contribuir en su cuidado, especialmente, en el espiritual y pastoral, en su descanso en Dios que siempre está con ellos.

Cuando las posibilidades de curación devienen sombrías, cuando las dificultades y sufrimientos presentes nos agobian, brilla con toda su fuerza la virtud de la esperanza: la certeza de la vida eterna a la que Dios nos está llamando. Como muy bien nos recuerda san Pablo: «Pues considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rom 8,18).

En nuestro acompañamiento pastoral, estamos llamados a dar sentido a este sufrimiento, llevando al pobre enfermo a contemplar sus padecimientos desde otra perspectiva, no desde este mundo inmanente en el que nos toca vivir, sino desde la visión trascendente que nos permite vislumbrar el amor eterno de Dios, que ama a todos los hombres, pero, especialmente, a los enfermos, a los necesitados, a los que más sufren.

Aceptación positiva

Puede llegar a ser muy difícil aceptar la enfermedad mental –y, más aún, cuando puede ser tan incapacitante e invalidante–, pero de ello depende, en gran parte, el bienestar del paciente: mejorar su salud mental. Aceptación que no resignación: siempre desde la construcción positiva desde las numerosas capacidades residuales que deja el padecimiento; nunca desde la derrota negativa del que se derrumba ante la adversidad y deja de luchar por vivir a pesar de su trastorno. Infundir la positividad y rehuir la negatividad, es también misión del agente pastoral.

Consuelo y compasión

Oigamos, pues, el clamor que se eleva a Dios en el sufrimiento mental, dejemos que el corazón herido llore sus desgracias, acojámoslo en la auténtica compasión compartiendo sus amargos sentimientos, y acompañémoslo con nuestra fe y esperanza.

Si el mismo Job elevó su grito desconsolado ante Dios y lloró amargamente todas sus desdichas: «¿Por qué se da luz a un desgraciado y vida a los que viven amargados, que ansían la muerte que no llega y la buscan más escondida que un tesoro? Por alimento tengo mis sollozos, los gemidos se me escapan como agua. Me sucede lo que más me temía, lo que más me aterraba me acontece. Carezco de paz y de sosiego, intranquilo por temor a un sobresalto» (Job 3,20-21.24-26); si el salmista proclama: «Tenía fe, aun cuando dije: “¡Qué desgraciado soy!”» (Sal 116,10): escuchemos también el lamento de nuestro hermano que sufre y unámonos con él en la oración, pidiendo la ayuda del Espíritu Consolador para que venga en su ayuda y derrame en su corazón lastimado el consuelo que sólo de Dios procede.

3. Cuestiones para reflexionar

1.  

1.    Dios nos consuela en nuestros sufrimientos mentales hasta el punto de poder consolar a cualquier enfermo en sus padecimientos mentales, ¿estamos dispuestos a llevar ese consuelo de Dios a quien lo necesita aún más que nosotros, porque vive sumido en la amargura y el desconsuelo de sus padecimientos mentales?

2.    La paciencia es una virtud fundamental en la acción pastoral, que se pone a prueba cuando acompañamos a un enfermo mental, ¿estamos dispuestos a sufrir nosotros mismos con paciencia y perseverancia, cuando llevamos el consuelo y la esperanza de Cristo a quien pasa por el valle oscuro del trastorno mental?

3.    La esperanza no defrauda porque está fundada en el amor de Dios, ¿infundimos esa esperanza eterna, que nos ha prometido nuestro Señor Jesucristo, en todo hermano nuestro que sufre en su cuerpo y en su mente, y le animamos a descansar de sus sufrimientos en Cristo, o nos quedamos en meras palabras humanas que no traen la salvación?

4.     En nuestro acompañamiento pastoral, a nuestro hermano que padece un trastorno mental, ¿le ayudamos a dar el salto de la fe, desde el sufrimiento que padece hoy, a la esperanza de esa felicidad eterna a la que Dios continuamente nos está llamando, aun en medio de nuestros sufrimientos y penalidades?

 5.     A nuestros hermanos que sufren y a quien también sufren por cuidarlos con amor y paciencia, ¿les abrimos a la visión trascendente de nuestra vida, o nos quedamos en la cortedad de nuestro mundo inmanente, que nunca podrá dar una verdadera respuesta al problema del sufrimiento humano?

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