Olga Soto nació en el seno de una sencilla familia, en un pequeño pueblo de Sevilla (Andalucía, España). Lleva 25 años casada con Joaquín y es madre de 4 hijos: Lucía, Diego, María Magdalena y Esperanza (esperanza, esa palabra!). Su relación con la religión era muy tradicional hasta que, en la época universitaria y junto a su entonces amigo, novio y actual esposo, empieza a conocer una fe más viva y comprometida. En 2016 fue diagnosticada de un cáncer muy agresivo. Pero la enfermedad había estado presente en su vida desde los 9 años. Su madre primero, después su abuela, y también la tía que cuidó de Olga desde su adolescencia y hasta sus inicios profesionales... todas ellas murieron a causa de la misma enfermedad. El dolor de la muerte como final la acompañaban siempre en esas pérdidas. Fue un tío suyo, converso, quien antes de morir mostró a Olga el camino para sanar esas heridas y "aprender a despedirse" sujeto a la mano de la fe. Aquello supuso un cambio radical para ella y todo lo que tendría que afrontar después.
Antropóloga de profesión, sus preguntas sobre el sentido de la enfermedad y de la muerte la llevaron a trabajar en cuidados paliativos. En esa etapa cultivó el don de "no tener prisa" y aprendió la importancia de valorar el más mínimo gesto de amor, que da sentido y consuelo a cada vida cuando se acerca el final. Olga define sin tapujos la eutanasia como una falacia; un disfraz en esta sociedad "anestesiante" en la que vivimos, tras el que "se pretende esconder de forma barata y fácil" un momento clave para la persona, que es afrontar su propia muerte, su despedida. "Enfrentarse a la muerte es afrontar en soledad un abismo oscuro", afirma Olga con determinación. De modo que, si se hace desaparecer la red afectiva del amor familiar, el sentido religioso y trascendente, es normal que cualquiera se quiera morir. Trabajando en cuidados paliativos aprendió mucho de lo que Olga transmite en su impresionante testimonio. En sus pacientes descubrió que "en el momento de la muerte había luz, había vida". Algo que ella misma comprobaría al poco tiempo.
El de Olga Soto es un testimonio lleno de verdad razonada, basada en lo vivido desde su cercanía a la muerte, a nivel personal y profesional. En cualquier caso, siempre en primera persona. Un Miércoles de Ceniza afrontaba la noticia de su posible inminente muerte. Sin embargo, sería el principio de su camino a una nueva vida, aunque ella quería negociar con Dios. En 40 días, Él la puso a prueba y la llevó al límite. Y también la llenó de regalos: ser testigo de lo poderosa que es la oración en comunidad; de aceptar la debilidad para hacerse más fuerte en la fe; de aprender la humildad y la dignidad que se esconden tras la enfermedad... y mucho más. Olga iba conociendo todas las formas posibles de sentir el abrazo misericordioso de Dios durante su penoso trayecto.
En la víspera de Sábado Santo, esperaba aún que el Señor atendiera su insistente reclamación: su propia "resurrección", el fin de la enfermedad. Pero ese no era exactamente el plan de Dios.
Evoca Olga a san Pablo cuando dice que "la herida abierta" es la que le mantiene cerca de Él. Una herida en la que son esenciales su marido y sus hijos. Cada recaída le enseña algo nuevo, y en la debilidad se siente más fuerte, confiada y esperanzada. La enfermedad no se ha ido a ninguna parte, sigue con ella. Su vida y la de su familia se han transformado. Las recaídas continúan, pero los regalos tampoco dejan de llegar. "El mal hace mucho ruido, pero el Señor está actuando mucho más. Y el mundo necesita más testimonio de lo que Él está haciendo". Y por eso, precisamente, ella abre su corazón aquí. Para contarte los detalles de su recorrido desde la muerte hasta su nueva vida.
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