jueves, 5 de febrero de 2015

LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO PARA LOS ENFERMOS

JORNADAS DE PASTORAL DE LA SALUD / 2015
5 DE FEBRERO: “LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO PARA LOS ENFERMOS”
 por el Padre Marcos Tulio Peña Portillo, Capellán del Hospital San Pedro de Logroño.
Lugar: Salón de la Curia diocesana (Logroño)
Hora: 17:30 a 19:00 h.

JORNADAS DE PASTORAL DE LA SALUD / 2015                   
5 DE FEBRERO: “LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO PARA LOS ENFERMOS”  por  el Padre Marcos Tulio Portillo, Capellán del Hospital San Pedro de Logroño. 
Lugar: Salón de la Curia diocesana (Logroño)                                                                               
 Hora: 17:30 a 19:00 h.

Tema: “La alegría del evangelio para los enfermos”

1.     Introducción

Antes de preparar este tema, pensaba que bastaba leer la exhortación del papa sobre la alegría del evangelio para tenerlo todo listo. Pero al leerla, con este objetivo, me di cuenta que el papa habla de los enfermos solo en dos ocasiones: la primera de las dos veces, cuando recuerda que en esta evangelización la Iglesia debe privilegiar a los pobres y enfermos (n. 48); y la segunda cuando dice que en esta tarea evangelizadora es muy importante la piedad popular (n. 125). En este sentido y a manera de ejemplo, habla de la fe de aquella madre que, si bien es cierto no sabe recitar el Credo, reza con mucha devoción con el rosario en su mano, frente a la cama de su hijo enfermo.

Ahora bien, el objetivo del papa no es hablar de la alegría del evangelio para los enfermos, o para los pobres, o para personas o grupos de personas concretas. Lo que él intenta es recordarnos a todos los cristianos, que por ser cristianos somos discípulos misioneros de Cristo, y que este ser discípulo misionero tiene que estar marcado con una nueva etapa evangelizadora de la Iglesia: con alegría.

No sé si todos habéis leído la exhortación que habla sobre la alegría del evangelio. De todas maneras haré un pequeño resumen, tratando de subrayar los aspectos que más se relacionan con nosotros. Después de eso, me detendré en hablar un poco de la enfermedad y el sufrimiento desde un punto de vista cristiano. Por último trataré de dar algunas ideas de cómo podemos vivir y transmitir esta alegría a aquellos que están sufriendo alguna enfermedad.

2.     La alegría del evangelio

Ante el riesgo del mundo actual, que consiste en caer en “una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro” (n. 2), el papa Francisco se dirige a los cristianos para “invitarnos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría” (n. 1), la alegría del Evangelio. Se trata de una alegría que, si bien es cierto no siempre se vive de la misma manera en todas las etapas de la vida (n. 6), es algo que la sociedad tecnológica no puede producir (n. 7), ya que solo la produce el encuentro personal con Cristo, encuentro en donde comenzamos a ser cristianos y damos orientación a la vida, como decía el papa Benedicto XVI (DCE 1).

Esta alegría de habernos encontrado con Cristo nos lleva a transmitirlo. Solo el egoísmo nos hace pobres (n. 10); pero es una necesidad que se advierte solo cuando volvemos a recuperar la frescura del evangelio (n. 11), y caemos en la cuenta que la obra de la evangelización es siempre de Cristo (n. 12).

En estos días, esa alegría solo puede ser transmitida con una actitud nueva, con una Iglesia en salida, tema del que habla el primer capítulo. El primer paso de esa salida de parte de la Iglesia es el tomar la iniciativa sin miedo – así lo hizo el Señor – nunca esperar que nos llamen, a esto el papa lo llama primerear, en segundo lugar hay que involucrarse en la vida de las personas, acompañándolas – tercer lugar – en sus dolores y alegrías; en cuarto lugar se debe estar atentos a los frutos y no preocuparnos de la cizaña, así llegamos a festejar cada victoria en la tarea evangelizadora (n. 24).

Para hacer esto la Iglesia necesita una pastoral en conversión, cuyo centro debe ser el Evangelio: “la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (n. 36) y no aspectos secundarios. En este sentido la Iglesia no debe convertirse en una aduana de la gracia y como Cristo debe privilegiar “a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que ‘no tienen con qué compensarte’ (Lc 14, 14)” (n. 48).

En el segundo capítulo el papa recuerda que la crisis del compromiso comunitario del mundo actual, puede detener el avance del dinamismo misionero. El papa recuerda algunas causas que están a la base de esta crisis, sobre todo la economía de la exclusión, actitud donde el dinero tiene la primacía y no el ser humano. Esto provoca violencia.

Esta crisis a nivel cultural y religioso lleva a que el primer lugar lo ocupe lo inmediato y visible; de esta manera, lo real cede el lugar a la apariencia (n. 61); dentro de la Iglesia esto se manifiesta en la “reducción de la fe al ámbito de lo privado y de lo íntimo” (64), lo cual hace que al plantearse problemas éticos serios, no sean relacionados con el núcleo de la fe. Otro aspecto de esta crisis a nivel religioso, es que la vida espiritual del misionero se confunde con unos momentos religiosos. De esta manera, se piensa que la acción es obra del individuo y no de Dios, lo cual hace que el fervor desaparezca llegando a un relativismo donde “aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana” (n. 80). Cuando no hay vida cristiana, cuando se cae en la mundanidad espiritual donde no se busca la gloria de Dios sino la personal (n. 93), uno se cansa ante cualquier actividad “el problema no es siempre el de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y las haga deseable. De aquí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen” (n. 82). El cristiano se vuelve pesimista con cara de vinagre (n. 85).

Ante todos estos peligros, la solución es “salir de sí mismo para unirse a otros” (n. 87), “aprender a  descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos” (n. 91).

El capítulo tercero responde a las dificultades del segundo. Lo hace recordando que el camino que Dios ha gestado es el de puebloha elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados. Nadie se salva solo” (n. 113), este pueblo es la Iglesia, Iglesia donde cada bautizado es misionero desde su bautismo. Dentro de la Iglesia, un buen ámbito donde llevar acabo esta evangelización es la piedad popular. Dice el papa “pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María” (n. 125).

Esta misión, donde todo bautizado participa activamente debe iniciar de persona a persona. El sacerdote por su parte debe cuidar y aprovechar el ámbito de la homilía.

El tema del cuarto capítulo es la dimensión social de la Evangelización. El papa recuerda que al aceptar el primer anuncio del evangelio, lo primero que busca un cristiano, es “desear, buscar y cuidar el bien de los demás” (n. 178). Esto se desprende del hecho que la propuesta del evangelio no es solo una unión personal con Dios, sino del reino de Dios, se trata de amar a Dios que reina en el mundo” (n. 180). Esto inicia por una mayor preocupación por los pobres, este es el criterio de fidelidad al evangelio (n. 195). Pero no se trata solo de “acciones o programas de promoción y asistencia” (n. 199), sino de una verdadera preocupación por la persona, en todas sus dimensiones. El papa dice más adelante: “quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual” (n. 200). Recuerda nuevamente como males sociales, la mala economía y la ecología, la falta de paz y falta de diálogo verdadero.

El último capítulo se ocupa de recordarnos que son necesarios evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo” (n. 259), para ello son necesarios evangelizadores que oran y trabajan (n. 262). En esto debemos imitar a los santos: su primera motivación es “esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero, ¿Qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?” (n. 264); otra motivación de los santos ha sido “desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente” (n. 268), así se presentó siempre Jesús, mirando con cariño (Mc 10,21), accesible al ciego del camino (Mc 10, 46-52), disponible cuando la mujer prostituta ungía sus pies (Lc 7, 36-50) (n. 269). En nuestra vida, el Señor permite todo eso porque “quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás… cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo” (n. 270), además, y como decía el papa Benedicto, “cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios” (DCE 16).

Para finalizar esta parte hay que recordar que esta misión no es un adorno o algo que se agrega a nuestro ser cristiano, es más bien parte de mi vida (n. 272), lo cual no significa que debo de dejar mis ocupaciones dedicar todo el tiempo a estar con los demás, cada uno debe realizarlo de acuerdo a sus posibilidades, teniendo en cuanta que otro aspecto muy importante de la misión es la intercesión (n. 281)

En resumen: la alegría del evangelio tiene lugar solo en el encuentro de Cristo, encuentro que nos obliga a darlo a conocer de manera especial a los pobres y enfermos. Para darlo a conocer es necesario tener una actitud de salida, sin tener miedo a tomar la iniciativa, teniendo en cuenta que también podemos caer bajo la tentación individualista del mundo actual, tentación que se supera al tomar consciencia de que somos Iglesia y que como somos pueblo, el bien de los demás nos debe preocupar. Pero solo lograremos ese bien si obedecemos a las mociones del Espíritu en nosotros, así como lo hicieron los santos.

3.     La enfermedad y el sufrimiento

Ante las palabras anteriores es lógico preguntarse sobre el sentido del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad. Si Dios es tan bueno y quiere nuestro bien; si Dios ha venido al mundo para salvarnos, ¿Por qué permite que el hombre sufra la enfermedad y el sufrimiento? ¿Por qué nos ha hecho de tal manera que podamos sufrir? ¿Es lógico hablar de alegría de sabernos salvados en medio de la enfermedad y el sufrimiento? ¿Cristo salvador: resuelve el problema de la enfermedad, del dolor del hombre?

En un libro titulado el problema del dolor de C.S. Lewis, el autor responde que Jesús, más que resolver el problema del dolor, lo crea como problema. El dolor, así como el mal, no sería un problema si no pensáramos en lo amoroso, bueno y justo. (Excursus: Hay personas que dicen que como el mal existe, Dios no existe, hay muchos que ante la enfermedad o muerte de un ser querido, reniegan y dan la espalda a Dios. La verdad es que si el mal no existiera, si la enfermedad no existiera, tampoco podríamos hablar de la existencia del bien y de lo amoroso y justo. El mal, así como el dolor es un problema, solo si se contrapone a lo bueno y amoroso, de lo contrario fuera lo más normal del mundo. El mal y el sufrimiento solo existen en la medida en que los entendemos como la privación de algo bueno, en este sentido, al decir que el mal existe se afirma que la bondad también existe, y que debería ser más grande que la maldad y el sufrimiento, si esto es así, lo bueno por excelencia debe existir, es decir, Dios existe).

Volviendo al libro antes citado, el autor recuerda que todas las religiones tienen tres características: a) la experiencia de algo que nos trasciende, de algo ante lo cual el hombre siente un temor reverencial; b) un conjunto de normas o código moral que una comunidad está llamada a vivir; c) la relación de las normas morales con la experiencia de lo que nos trasciende. Si hacemos algo malo seremos castigados por Dios o por los dioses. El cristianismo, es la única religión que tiene algo propio: d) un acontecimiento histórico, la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús. Este acontecimiento tiene lugar con el fin de salvarnos, con lo cual, afirmar que el Evangelio trae alegría porque nos revela un Dios amoroso, no se desprende de las tres características, sino de la última que es propia del cristianismo, por eso dice el papa que se comienza a ser cristianos no porque entendamos un conjunto de normas, o por ejemplo que entendamos ¿Por qué tenemos que sufrir la enfermedad, sino por un encuentro?

Hasta ahora no hemos dicho qué es o por qué existe la enfermedad y el sufrimiento, solo estoy diciendo que somos cristianos y tenemos la alegría en nosotros, en la medida en que nos encontramos personalmente con Cristo.

Ahora preguntémonos: dado que Dios es omnipotente ¿puede evitar el sufrimiento, la enfermedad en las personas? Dios no puede hacer lo que en sí mismo es contradictorio. Y la corrupción es parte de nuestra condición humana, no somos espíritus puros, sino personas humanas: una unidad de sustancial de alma y cuerpo. Por el hecho de ser como somos, la corrupción es parte normal en nuestra vida.

Entonces ¿Por qué Dios nos hizo así? Porque si no fuéramos así no podríamos existir como las personas que somos. Si en nosotros no hay posibilidad del mal y por lo tanto de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento, nuestra vida así como la pensó el Señor, no fuera posible. Pero es bueno que se entienda que yo no estoy diciendo que el sufrimiento no haga al hombre de alguna manera infeliz, o que basta entender esto para no sentir dolor ante una enfermedad. Yo lo que estoy diciendo es que nuestra vida, así como es, incluye la posibilidad de sufrir, no es un castigo de Dios por nuestros pecados o una mala suerte, etc., es parte de la vida del hombre.

De todas maneras hay que preguntarnos: pero, si Dios es bueno, ¿Por qué permite que sus hijos sufran? Creo que antes de responder es bueno reconocer que hoy hemos perdido el verdadero sentido de bondad de Dios, incluso en nosotros mismos. Hoy pensamos que ser bueno es permitir que el otro haga lo que quiera basta con que esté contento, que tenga buenas emociones. Pero esa no es la bondad de Dios. Dios, dado que ama a sus hijos, procura su bien, amar es buscar el bien del amado. Y para buscar nuestro bien, Dios muchas veces tiene que corregirnos, guiarnos, lo mismo que hacemos nosotros con nuestros seres que amamos. Por eso permite que nosotros suframos.

Pero para entender también porque permite Dios que sus hijos sufran, es necesario todavía que caigamos en la cuenta del sentido de pecado y maldad en el que caemos constantemente. El pecado crea un daño que es muy difícil reparar. En este tiempo, solemos pensar que somos buenos como los demás, pero solo juzgamos las apariencias, realmente no conocemos a las personas y todo el mal que cometen; somos rápidos para identificar la culpa colectiva de los problemas sociales, es más la culpa de los otros, de los responsables a nivel social; pensamos también que el tiempo por sí mismo eliminará nuestro pecado pasado; pensamos además que como todos son malos o hacen cosas malas, yo también me debo permitir lo mismo; nos excusamos en Dios y decimos que como es un Dios bueno nos perdonará todo, así evadimos nuestra responsabilidad moral. No nos pasa por ejemplo que decimos que hoy no voy a ir a misa, Dios ya sabe que lo quiero: esas son excusas baratas; es más, a veces pensamos que Dios tiene la culpa porque decimos que nos tienta o permite que se nos tiente. No es cierto, los culpables somos todos nosotros, y en este sentido, también nos merecemos sufrir.

Y todo esto ¿a qué se debe? ¿Cuál es la causa de todo este sufrimiento en el hombre? La sagrada escritura nos dice que esto es consecuencia de la caída. Al abandonar la ley de Dios el hombre se abandona bajo la ley de la naturaleza cayendo bajo el dolor, la vejez y la muerte. Es en esta lógica donde el sufrimiento (la enfermedad) se puede entender como reparador o correctivo de la situación caída del hombre.

Pero además de ser reparador o corrector de la situación caída, el sufrimiento cuya mayor parte depende de nosotros, es también un megáfono de Dios por medio del cual nos habla y pide que devolvamos nuestra voluntad a Él. El dolor como sufrimiento: a) hace ver que algo anda mal; b) es insistente y siempre actual.

Además de esto, el dolor, la enfermedad, nos saca de aquella ilusión de sentirnos autosuficientes, de pensar que lo podemos todo y somos los dueños de todo.

Y por último, el sufrimiento es una manera por la cual probamos nuestra fe en Dios, ya que solo sabemos que hacemos su voluntad, en la medida que estamos dispuestos a cargar nuestra cruz y le seguimos, ya que cuando las cosas nos gustan nunca sabemos si estamos siendo fieles a la voluntad de Dios. Algo parecido le sucede a Job. Nos lo muestra el diálogo entre el diablo y Dios (Job 1,12). El diablo le dice que Job es un hombre piadoso porque ha sido bendecido por Dios, a lo que Dios responde que le permite que el justo Job sea tentado para que demuestre su amor a Dios. En cierto modo, lo que sucede a Job es un anuncio de la pasión de Cristo.

En este sentido, además de la justicia retributiva que aparece en el sufrimiento, de ser megáfono de Dios y de recordarnos nuestra situación de creaturas, el sufrimiento tiene también un sentido de prueba. Por lo cual, como dice el Papa Juan Pablo II, el sufrimiento “debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto” (Salvifici Doloris  n. 12)

Todo esto viene expuesto en el Catecismo de la Iglesia Católica donde se nos dice: “La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte” (CEC 1500). Y más adelante sigue diciendo: “La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a él” (n. 1501).

En este último texto ha salido una cosa más que hasta ahora no habíamos tocado. Por medio de la enfermedad y el sufrimiento, el hombre puede madurar, ser mejor persona. De esto hablaba también Juan Pablo II cuando decía que Otra de las cosas que recuerda el papa es que “el sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido ‘destinado’ a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo” (SD n. 2)

Ahora bien, ¿Significa esto que el sufrimiento es bueno? No, el sufrimiento en sí mismo no es bueno, pero como todas las cosas que están a nuestra disposición, pueden ser usadas para algo bueno, para sacar bienes mejores. Esto significa que Dios no nos ha hecho para sufrir, para que la enfermedad nos mate todas las ilusiones y esperanzas, pero dada nuestra condición humana, caída y redimida, del mal del sufrimiento que provoca la enfermedad, Dios puede sacar grandes bienes para el hombre.

Por otro lado, dado que la tribulación es la forma en que Dios redimió al mundo, esta continuará hasta que el mundo esté totalmente redimido. Esto tampoco es lanzarse desesperadamente al sufrimiento: los hambrientos buscan comida y los enfermos cura a pesar de que saben que después de la comida y la cura, continuarán los altibajos de la vida.

Por lo demás, los sufrimientos y enfermedades de la vida, en general no pueden acallar la felicidad, gozo, placer y alegría que Dios ha derramado en esta vida, pero el hecho de que en medio de todo eso siga existiendo la enfermedad y el sufrimiento, nos recuerda que no estamos hechos solamente para los placeres de esta vida.

Todo esto no nos puede hacer olvidar que al igual que todos los dones que vienen de Dios, el sufrimiento que proviene de la enfermedad, a raíz de nuestra libertad, puede ser usado para nuestro mal, es siempre un arma de doble filo.

De todas maneras, hay que recordar lo que san Pablo nos promete en la carta a los romanos “los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros”, (Rom 8,18). De ahí que la solución al problema de la enfermedad, del sufrimiento o del dolor, si no tiene en cuanta la gloria futura no es cristiana.

4.     Como es compatible la alegría con la enfermedad y el sufrimiento

San Pablo nos dirá en una ocasión “Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia”, (Col 1, 24). Estas palabras, como recuerda Juan Pablo II en la carta apostólica Salvificis doloris, tienen el valor casi de un descubrimiento definitivo que va acompañado de alegría; por ello el apóstol escribe: ‘ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros’” (SD n. 1). Es decir, san Pablo da a conocer que la alegría que experimenta en sus padecimientos, tiene lugar por el descubrimiento del sentido del sufrimiento.

El papa continúa diciendo, “Para hallar el sentido profundo del sufrimiento, siguiendo la Palabra revelada de Dios, hay que abrirse ampliamente al sujeto humano en sus múltiples potencialidades, sobre todo, hay que acoger la luz de la Revelación” Juan Pablo II, Salvifici Doloris, n. 13.

Esa Revelación donde se nos da a conocer el sentido del sufrimiento, la encontramos en el diálogo de Jesús con Nicodemo donde leemos: “porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”, (Jn 3,16). Por tanto, lo contrario de la salvación no es un sufrimiento temporal sino el perder la vida eterna.

Como decíamos al final del apartado anterior, la enfermedad, así como todo tipo de sufrimiento, tienen un sentido reparador y nos preparan para los bienes mejores, haciéndonos recordar que la felicidad no está en este mundo sino en nuestra unión con Dios. Pero además de estos presupuestos, la Revelación, por medio de Pablo nos recuerda que la enfermedad puede ser asumida como un medio por el cual nos podemos unir a Cristo para pagar nuestras culpas y las de los demás. A esto lo llamamos consagración de la enfermedad, que tiene lugar por medio de los sacramentos: la unción de los enfermos.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que “Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien, esta vida la llevamos en "vasos de barro" (2 Co 4,7). Actualmente está todavía "escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Nos hallamos aún en "nuestra morada terrena" (2 Co 5,1), sometida al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado” (CEC 1420). Pero Dios que es providente, ha puesto los medios para salir de esa situación, “El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cf Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, en la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Este es finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos” (CEC 1421).

Para que el hombre tome consciencia de esa necesidad de consagrar su enfermedad a Dios, es primero necesario que experimente una fuerte conversión, para lo cual, además del sufrimiento mismo que provoca la enfermedad, la Sagrada Escritura y la piedad son otros medios importantes. En el Antiguo Testamento encontramos que el hombre “vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta por su enfermedad (cf Sal 38) y de él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la curación (cf Sal 6,3; Is 38). La enfermedad se convierte en camino de conversión (cf Sal 38,5; 39,9.12) y el perdón de Dios inaugura la curación (cf Sal 32,5; 107,20; Mc 2,5-12). Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: "Yo, el Señor, soy el que te sana" (Ex 15,26). El profeta entreve que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás (cf Is 53,11). Finalmente, Isaías anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdonará toda falta y curará toda enfermedad (cf Is 33,24)” (CEC 1502). En el Nuevo Testamento, ese poder de Dios se ve manifestado especialmente en la compasión de Cristo por los enfermos y sufrientes, pero más que una simple curación corporal, el Señor lo que realiza es la salvación de la persona, del hombre entero (Mc 2, 5-12), de ahí también que no curase a todos los enfermos; sus curaciones más bien eran signos de la verdadera curación (CEC 1505). Se preocupa tanto de ellos que hasta se identifica con ellos “estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25,36).

En esta lógica, Jesús, además de pedir a los enfermos que crean, en muchas ocasiones se sirve de signos para curarlos, “saliva e imposición de manos (cf Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución (cf Jn 9,6s). Los enfermos tratan de tocarlo (cf Mc 1,41; 3,10; 6,56) "pues salía de él una fuerza que los curaba a todos" (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa "tocándonos" para sanarnos” (CEC 1504).

Todo esto nos tiene que llevar a comprender que la alegría del evangelio es posible para los enfermos, en la medida en que reconocen que su enfermedad es una consagración a la pasión de Cristo por la Iglesia. Consagración que solo es posible si en el enfermo hay conversión. Para llegar a esta conversión, es necesario entender que la enfermedad no es un castigo de Dios sino parte de la ley de la naturaleza por ser de la condición que somos, pero más que eso, es necesario entender desde la sagrada escritura y la piedad, el propósito de Dios en nuestra vida: la salvación eterna.

A nosotros como cristianos nos toca acompañar a nuestros hermanos enfermos, haciéndonos como Cristo, solidarios y cercanos en todo momento, debemos interceder por ellos, y sobre todo, debemos – en medio de sus sufrimientos – anunciarles que tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna.

Entender el sufrimiento, la enfermedad no es posible sino en la medida en que se vive la vida de Cristo, esto es así porque “Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: « Sígueme », « Ven », toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual. (SD n. 26)

No hay comentarios:

Publicar un comentario