jueves, 18 de septiembre de 2025

PLAN DIOCESANO DE PASTORAL 25-26 (4) CARTA PASTORAL

 



+Santos Montoya Torres Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño

Un lema para el plan pastoral

Junto con estos objetivos, el lema y el cartel escogidos para este curso no son elementos aislados, desconectados de la propuesta pastoral, como si de un adorno se tratara, sino que, al igual que en otras ocasiones, hemos pretendido que sinteticen de alguna manera lo que queremos transmitir y nos ayuden a profundizar en la experiencia de Dios a través de su sugerencia.

 Por eso, nos hemos fijado en unas palabras del encuentro de Jesús con Nicodemo (cf. Jn 3 1-22), un famoso fariseo, miembro del Sanedrín, el tribunal que interpretaba la ley de Dios, según el pueblo judío. En un momento de la conversación Jesús le dice a Nicodemo que hay que nacer de nuevo (Jn 3,7), expresión profundísima que hemos señalado como lema del curso, de la que queremos extraer algunas de sus riquezas para iluminar nuestra fe y la de nuestras comunidades cristianas, aplicable al comienzo del año pastoral y a toda nuestra existencia, ya que sabemos por la fe que nuestra vida está orientada a la eternidad, al nacimiento definitivo para el que hemos sido creados.

Nacer de nuevo es la expresión que hemos querido señalar como continuación del Año Jubilar porque muestra el deseo de Dios para todos, una novedad siempre posible, obra de la gracia y no mero empeño que escapa a nuestras posibilidades pero que grita en nuestro interior como una exigencia de nuestro ser más profundo. Dios sale al paso de nuestra limitación ofreciéndonos lo que es posible para Él, e imposible para nosotros (cf. Mc 10, 27).

Como Nicodemo, quizá nos acercamos al Señor con muchas cautelas, las que cada uno presenta según su propia experiencia. De noche (Jn 3, 2) nos dice el texto evangélico que fue el momento elegido por este personaje para entrar en relación con Jesús, lo que supone también un tiempo interno, un estado personal en el que decidir arriesgarse a conversar con el Maestro, quien, por una parte, mantiene una confrontación constante con determinadas costumbres y actitudes de los fariseos, y, por otra, muestra en sus enseñanzas lo que la misma ley de Dios señala, encrucijada que no deja de inquietar a este futuro seguidor del Señor.

¿Cuáles son nuestras reticencias para acercarnos a Dios? Puede que las tengamos más al alcance de la mano, que sean más inmediatas o estén menos visibles a nuestro entender, o que se hayan ido posando con el tiempo, más por dejadez que por una determinación concreta. Quizá no las hemos llegado a verbalizar y se han quedado dentro de nosotros afianzándose con el tiempo; sería bueno sacarlas a luz, contrastarlas con alguien de Iglesia, con la particularidad de la fragilidad de la mediación, pero es el modo en el que Dios se ha querido dar a conocer, por medio de otros, y de forma definitiva, con la misma pedagogía a través de la Encarnación.

Las personas de Iglesia son mediación, es el riesgo que Dios ha querido correr con todos los bautizados, y más con aquellos cuya dedicación es más pública y notoria por motivo de su consagración. Nos damos cuenta de la responsabilidad tan grande que se nos ha concedido, la posibilidad de mostrar de un modo más atractivo y fiel el ser de Dios o la capacidad que también tenemos de obscurecerlo o de hacerlo odioso con nuestro comportamiento. El diálogo entre Jesús y Nicodemo podría ser nuestro diálogo con cualquier persona que se relacionara con nosotros, por una cuestión de fe, o por cualquier otro motivo. Ojalá que el resultado fuera esperanzador para ambos.

Este diálogo lo podemos trasladar a nuestros ambientes de Iglesia para ver si, por una parte, se facilita la experiencia gozosa de encuentro con el Señor que hace mirar la realidad de una forma nueva, y, por otra, si se abren al mundo que nos rodea para mostrar con claridad el mensaje evangélico capaz de entrar en relación con todas las situaciones humanas para iluminarlas con la perspectiva de fe.

Cabe preguntarse si esto está siendo así, qué es lo que verdaderamente está funcionado en nuestras realidades eclesiales y qué soluciones vemos si esto no se estuviera produciendo.

De fondo partimos de una certeza: Jesús, el fundador de la Iglesia (no es, entonces, un proyecto humano) ha querido identificarse para siempre con ella, y, por tanto, es ésta la que permite el acceso seguro a su persona, para que su figura no quede desdibujada por modas o acercamientos parciales que quisieran apropiárselo. A pesar de los desconchones que arrastra la realidad eclesial, no ha dejado de transmitirnos al Jesús de los Evangelios con fidelidad, generación tras generación, con el que hoy también es posible relacionarse, igual que cuando compartió con nosotros su andadura terrenal.

 No podemos, por tanto, desilusionarnos en una tarea que conduce a la vida, porque la Vida ya está en medio de nosotros. Como Nicodemo, buscamos su sentido cuando vemos que lo que se nos ofrece es auténtico, que suscita en nosotros unas expectativas que deseamos que se cumplan en nuestra existencia. Necesitamos la determinación del fariseo amigo de Jesús y acudir a él con confianza y desahogar ante él nuestro corazón porque él se interesa por nosotros (cf. 1Pe 5,7).

Las palabras de Jesús nos interrogan y puede que ya las hayamos empezado a responder. Son imaginables, y podríamos dedicarles un tiempo, de forma personal o en grupo, dirigidas a nuestro propio corazón o la realidad eclesial en la que nos podamos encontrar. 

En estos momentos, ¿qué significa para mí nacer de nuevo?, ¿cuál es mi deseo más profundo?, ¿qué se ha de quedar atrás porque me dificulta seguir creciendo?, ¿qué tendría que hacer?, ¿qué me impide ser el que considero que debo ser, el que en conciencia se espera que yo sea? Los interrogantes podrían ser otros y cada cual podrá aplicárselos a su propia realidad personal o eclesial. 

Pienso en los que ya hemos tomado una decisión en la vida, en una forma de estar en la Iglesia o en el mundo, de qué modo estas cuestiones nos devuelven al origen de nuestra vocación, seglar o de consagración particular, a aquello que vimos claro en un momento y por lo que apostamos tanto. Nacer implica dejar atrás, una renuncia, y, al mismo tiempo, un acto de confianza, una forma de entender la vida que tiene sus nuevas etapas, y, por tanto, sus nuevos nacimientos, en los que se vuelve a repetir la doble maniobra del dejar y del seguir, la elección que siempre nos acompaña a los que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, en los que la libertad siempre está cuestionada, aunque para el creyente, iluminada por la fe, y animada por la esperanza que no defrauda, volviendo a emplear la afirmación de S. Pablo.

Ante una posible vida acomodada, ajustada a la costumbre, sin un deseo por llegar a más gente, o de provocar una mayor ilusión en la vida de la fe, hemos de volvernos al Señor, y suplicar nacer de nuevo, para que sea su vida en nosotros la que nos haga vibrar con la pasión evangelizadora que nace de aquel tesoro escondido que se nos concedió descubrir. Y afortunados los que siguen animados en la tarea emprendida, los que no se dejan amilanar por las dificultades del entorno, los que se siguen implicando en la obra siempre inacabada de la transformación personal y social, los que hermosean el entorno con su testimonio humano y cristiano, los que contagian vida porque están llenos de ella.

Pienso igualmente en los jóvenes que necesitan decidir su futuro, que andan sorteando las distintas propuestas vitales que se les ofrecen, que tratan de aclarar su camino, de encontrar el filón del éxito en su vida, que entiendan lo que significa también para ellos nacer de nuevo, que no está precisamente en la mera diversión, ni en los planes que instrumentalizan a los demás, ni en los contentos pasajeros, sino en el descubrimiento de metas que ensanchan el corazón, en el descubrimiento de su propia vocación (familiar, sacerdotal, vida consagrada, compromiso laical,…), en la posibilidad de experimentar un gran amor capaz de unificar sus vidas y llenarlas de sentido, orientarlas a dar lo mejor de sí por causas que humanizan el mundo.

Se lo ha dicho el Papa León XIV en el reciente Jubileo de los jóvenes, en sus distintas intervenciones: construir relaciones humanas auténticas, saber que la amistad es camino de la paz; buscar la verdad con pasión; dar la vida por los demás; tener la valentía de tomar decisiones según Dios; comprometerse con la justicia y la suerte de los pobres; etc. En la homilía de clausura del Jubileo lo recogía todo con una expresión: “aspiren a cosas grandes, a la santidad allí donde estén. No se conformen con menos”.

 El comportamiento de los jóvenes en Roma, su forma de estar en las celebraciones y el respeto en la ciudad han sido un ejemplo de puesta en práctica de la fraternidad que hace posible el evangelio y a todos nos llena de esperanza.

Es una gran lección de Iglesia universal que muestra la tarea cotidiana de familias, profesores, catequistas, sacerdotes, vida consagrada, etc., que tratan de educar según la fe, en su variedad de expresiones, sorteando no pocas dificultades, pero con el deseo de responder a la unidad que exige la caridad. 

Qué gran labor eclesial la de acompañar estos procesos que producen semejantes frutos, que no son sino una muestra visible de la tarea que realiza la Iglesia en tantos campos y que el Jubileo ha mostrado al señalar algunos de ellos.

Es una ocasión para dejarse contrastar por las palabras de Jesús y decirse: de todas estas posibilidades pastorales, en cuáles estoy implicado; de qué modo ayudo a otros a nacer de nuevo; en qué medida estoy haciendo mía esta experiencia, y cómo creo que podría mejorarla; y si todavía no estuviera involucrado en ninguna actividad concreta, dónde creo que podría dar el paso para responder a la intención del Señor.

En cualquier caso, todo comienza con la experiencia personal de un encuentro con Cristo, como el que hemos escogido para nuestro comentario. De la constancia en nuestro trato personal con el Señor se van a dar el resto de dedicaciones posteriores y habremos dado con la fórmula de diálogo íntimo con Jesús para descubrir los tesoros que tiene preparados para cada uno. Estas conversaciones a solas con quien sabemos que nos ama, que diría Sta. Teresa de Jesús definiendo la oración, son el modelo de trato inigualable entre Dios y su criatura, el signo de nuestra identidad: hemos sido creados para un diálogo de amor que nos construye y que no pasa nunca (1Cor 13,8). 

Jesús nos ha dejado varios de estos encuentros personales en los que los personajes que han intervenido se han visto descubiertos, acogidos, transformados y enviados a mostrar a otros lo que con ellos ha sucedido, para repetir de nuevo el ciclo de salvación que quiere difundirse y llegar a cuantos más mejor, según el plan de Dios. Seguro que recordamos, por ejemplo, la conversación con la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42), y el diálogo con Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10), entre otros, cuyas vidas fueron reorientadas tras el trato con Jesús.

Sería bueno poder contrastar la experiencia de estos encuentros para identificar los distintos lenguajes que van apareciendo y que son los síntomas de que nuestro interior se mueve y asiste a una gramática de ideas y sensaciones que requieren su interpretación.

Como indicamos al principio de esta carta, comenzaremos en la Diócesis un programa de acompañamiento que capacite a personas involucradas en el trato con jóvenes en este arte de la interpretación de los lenguajes de Dios y de los propios lenguajes para entender mejor los movimientos del alma y la forma de responder ante ellos.

(Entrega 4)

No hay comentarios:

Publicar un comentario