Una imagen para el plan pastoral
Junto con el lema que nos ocupa, hemos querido resaltar con una
imagen otra de las palabras de Jesús en su diálogo con Nicodemo: el
que no nazca del agua y del espíritu no puede ver el Reino de Dios (Jn
3, 5). Con esta afirmación se nos está mostrando cómo el crecimiento
y el destino feliz de nuestra vida es pura gracia, pero necesita también
de la aceptación libre de la persona que ha de acoger la propuesta de
Dios. Se une nuestro presente histórico con la meta definitiva de nuestra
existencia. El bautismo, al que hace referencia Jesús en sus palabras, es
la puerta de entrada al encuentro con el Señor, a injertarnos en su misericordia, en su plan de salvación. Al quedar incorporados a Cristo, el Sol
que nace de lo alto, quedamos orientados, es decir, mirando al Oriente,
lugar del nacimiento del Sol. Nuestra vida, por tanto, como hemos
indicado, está orientada, tiene un sentido. Se entiende, por tanto, que la
imagen del cartel de nuestro curso pastoral sea una pila bautismal, con
toda la simbología que encierra.
Sabemos que, con toda intención catequética, la pila se situaba a la
entrada de los templos, para indicarnos que es el acceso a la vida cristiana; además, la forma de útero de los baptisterios, mostraban que somos
engendrados en el seno de la Madre-Iglesia para ser dados a luz en un
nuevo nacimiento, somos iluminados, como así se les conocía a los
bautizados en los primeros siglos del cristianismo.
En estos primeros siglos de andadura eclesial, surgen nuestros patronos, los santos Emeterio y Celedonio, martirizados en el lugar donde se
erigió el primer baptisterio de la Diócesis, donde actualmente se encuentra la pila bautismal que encontramos en la entrada de la catedral de
Calahorra, y cuya imagen seguro que todos hemos identificado en el cartel del plan pastoral. De tal manera vivieron con seriedad su fe aquellos soldados romanos, que supieron vencer las dificultades que aparecieron contra los cristianos a finales del siglo III, como antes en tantos
momentos.
En principio no debería ser problemática la convivencia entre las religiones en los asentamientos romanos, ya que era una práctica habitual del
Imperio tolerar las creencias de los pueblos invadidos, pero haciendo
obligatorio que tuvieran que reconocer la autoridad y divinidad del
emperador en algún momento, echando unos granos de incienso en un
ara pública. Lo que para muchas prácticas religiosas no era un problema, para los cristianos era algo inaceptable, ya que sólo el Dios de
Nuestro Señor Jesucristo era digno de adoración y de reconocimiento
como el único Dios, y, por tanto, incompatible con la aceptación de otra
divinidad. Ni la Roma imperial podía tolerar la insubordinación de las
gentes en sus territorios, ni los cristianos podían admitir que hubiera
otro dios al que dar culto (nadie puede servir a dos señores -Mt 6, 24-).
A imitación del Señor, aquellos valientes soldados, entonces fieles a las
órdenes de Roma, testimoniaron su adhesión a Jesucristo pagándolo
con su vida.
Nuestros mártires calagurritanos, como todos a lo largo de la historia de
la Iglesia, nos anuncian a todas las generaciones de cristianos que no
todo es compatible con la fe, ya sea que se niegue a Dios o se denigre
la dignidad humana. El criterio último de discernimiento sigue en vigor:
amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (cf.
Mc 12, 29-31).
Se entiende entonces que el cristiano no pueda renunciar a sus principios que le hacen obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5,
29), y procure construir este mundo según las semillas de las bienaventuranzas, que incluyen la posibilidad del rechazo (cf. Mt 5, 3-12).
Llegar a entender y aceptar esta forma de vida es una responsabilidad
para todos los católicos, tanto en nuestra práctica religiosa como en
nuestro testimonio público, allí donde se desarrolla la vida de cada uno.
(Entrega 5)
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