Nadie enciende una lámpara y la pone debajo del celemín.
1.-Oración-Introductoria.
Hoy, Señor, te pido en esta oración, que mi vida esté iluminada por tu luz. Tú eres la “luz del mundo”. Tú quieres que este mundo esté iluminado por tu luz. Todo pecado es oscuridad. Y Tú me mandas ir a quitar del mundo las sombras de la mentira, del egoísmo y de la ambición. Pero yo no puedo iluminar si antes no he sido iluminado por Ti. Señor, que tu luz me haga ver la luz,
2.- Lectura reposada del Evangelio: Lucas 8, 16-18
En aquel tiempo Jesús dijo a la muchedumbre: «Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto. Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará».
3.- Qué dice el texto.
Meditación-reflexión.
Cristo es “la luz del mundo” (Jn. 8,12). Y este mundo debe estar iluminado por esta luz. Esta luz no es patrimonio de unos pocos sino de todos: los cristianos, los musulmanes, los budistas, los ateos. “De su plenitud todos hemos recibido” (Jn. 1,16). Nosotros, los cristianos, hemos sido llamados para difundir esta luz, para llevarla hasta los últimos rincones del mundo. Pero nadie puede iluminar si antes él no ha sido iluminado; nadie puede incendiar si antes él no arde por dentro. De San Juan Bautista Jesús hizo este elogio: “Era una lámpara que ardía y lucía” (Jn. 5,35). ¿Qué elogio haría Jesús de nosotros hoy? ¿Somos personas transparentes, entusiastas, gozosas con lo que llevamos entre manos? ¿O estamos fríos, tibios, apagados? Si esta es nuestra situación, ¿Podemos decir a Cristo que puede contar con nosotros? En la primera comunidad de los cristianos se acuñó esta palabra griega: “parresía”. Y esto significa: decir lo que hay que decir, venciendo el miedo. ¿Tenemos miedo a decir la verdad? ¿Guardamos la luz debajo del celemín? Si nosotros ofrecemos un cirio al Señor o a la Virgen, queremos que se encienda y no se apague, ni que lo retiren al poco de haber sido encendido. Queremos que se consuma hasta el final. Dios nos ha puesto a todos nosotros como “cirios encendidos” ¿Seguimos encendidos? ¿Nos cansamos de brillar? ¿O estamos ya apagados?
Palabra del Papa
“Esta asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo. Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume. Sería inservible si su cera no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y quedaros al final, por así decirlo, con las manos vacías. Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones reluzca el amor de Cristo, llevando así luz al mundo. Confío que vosotros y tantos otros jóvenes aquí en Alemania sean llamas de esperanza que no queden ocultas. «Vosotros sois la luz del mundo». Dios es vuestro futuro. Amén”. Benedicto XVI, 24 de septiembre de 2011.
4.- Qué me dice hoy a mí esta palabra que acabo de meditar. (Guardo silencio)
5.- Propósito: Hoy miraré con buenos ojos a todas las personas, también a los que no creen, también a los emigrantes
6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.
Señor, gracias porque en este rato de oración he aprendido que no basta ser luz, hay que alumbrar; ni basta estar bautizado, hay que dar testimonio; ni basta encender el cirio de la vida y apagarlo cuando me parece; hay que tenerlo siempre encendido. Ayúdame, Señor, a ser consecuente con mi fe.
Memoria de los santos Andrés Kim Tae-gön, presbítero, Pablo Chöng Ha-sang y compañeros, mártires en Corea. Se veneran este día en común celebración todos los ciento tres mártires que en aquel país testificaron intrépidamente la fe cristiana, introducida fervientemente por algunos laicos y después alimentada y reafirmada por la predicación y celebración de los sacramentos por medio de los misioneros. Todos estos atletas de Cristo —tres obispos, ocho presbíteros, y los restantes laicos, casados o no, ancianos, jóvenes y niños—, unidos en el suplicio, consagraron con su sangre preciosa las primicias de la Iglesia en Corea († 1839-1867).
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