sábado, 8 de septiembre de 2018

El Dios del Silencio; XXIII Domingo Ordinario



Lecturas:

Isaías 35, 4-7: “Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán”

Salmo 145:
Alaba, alma mía, al Señor”

Santiago 2, 1-5: “Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos herederos del Reino”

San Marcos 7, 31-37: “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”
Un mundo de silencio, aislamiento y soledad… siempre pensaba que el mundo de los débiles auditivos sería muy cercano al silencio total, la celebración de una misa con ellos, cambió toda mi experiencia. Hablar con las manos y escuchar con el corazón, cantar con el movimiento y percibir una comunicación especial del Dios que habla más allá de las palabras y de los sonidos, me hicieron entender que el que es “la Palabra” va más allá de nuestras limitaciones y nuestras exclusiones. Por momentos temía que mis palabras profanaran esa comunicación tan singular; en otros momentos me sentía como un intruso al no “hablar” el mismo idioma de signos, sonrisas y miradas. Sin embargo más allá de las limitaciones, más allá de las palabras, más allá de los silencios, había una comunicación muy especial del Dios del silencio, del Dios del amor, del Dios de la comunicación, que yo no quería profanar con mis ruidos. Más allá de las palabras, la “Palabra” entraba en el corazón.

Una de las quejas más frecuentes de las personas es que no son escuchados. Expresan la imposibilidad de comunicar sus necesidades, sus problemas y buscan canales para que sus solicitudes lleguen a su destino. “A los pobres no nos hacen caso”, es un lamento constante y van buscando quien les de voz que pueda ser escuchada. Nos encontramos en un país de sordos y mudos. Los que tienen las graves necesidades y los muchos problemas, por más que se cansen de gritar, de pedir y de demostrar, no son escuchados. Quienes tienen la autoridad, el poder, el dinero y las posibilidades de solucionar problemas, se han vuelto incapaces de escuchar los gritos de angustia y de dolor del pueblo. En nuestro tiempo, se ha recrudecido este problema fundamental de la comunicación y el lenguaje. En lugar de hacer más fácil el entendernos, nos quedamos solos, nos aislamos o solamente nos relacionamos con nuestro grupito.

Somos sordos que cerramos los oídos para no percibir realidades que nos están gritando: un ecosistema que se agota, una naturaleza que ya no aguanta nuestra destrucción; hermanos que claman de hambre y necesidades, pero que no encuentran respuesta. Hemos cerrado nuestros oídos y no percibimos estos gritos desgarradores. Hemos perdido la capacidad de propiciar un encuentro cálido, cordial y amable con los demás. Los vemos como extraños y alejados, más del corazón que en la distancia; no somos capaces de escucharlos, entenderlos y atenderlos como hermanos. Así, terminamos agobiados por nuestro propio aislamiento, vivimos en soledad y no nos sentimos comprendidos ni amados por nadie. Sería hoy muy importante examinar por qué me cierro frente a determinadas personas o grupos, mirar cuándo y dónde pongo oídos sordos, y buscar las razones por las que no me solidarizo, ni me comunico y quedo en soledad. Frecuentemente las causas de esta incomunicación, indiferencia y  aislamiento, tienen su raíz en el egoísmo, la desconfianza y la falta de solidaridad. La imagen del sordomudo podría también representar a las personas incomunicadas no solamente con sus semejantes, sino también con Dios. No tenemos tiempo para escuchar su palabra, no queremos oír sus mensajes, no estamos dispuestos a dejarlo entrar en nuestro ámbito interior. Hoy es un desafío ser comprensivos y no sordos e intransigentes.

Me impresiona la forma en que Cristo cura al sordomudo: “El lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva”. Es todo un ritual de acercamiento y atención personalizada. Es lo que requiere la comunicación. No se trata a la persona como si fuera una ficha o un número, no se le aplican controles, sino se crea el momento oportuno, donde pueda escucharse, donde se pueda palpar cuáles son sus sentimientos. Se rompen los muros de los prejuicios, de la discriminación, de la separación y se puede entablar un verdadero diálogo. Sólo entonces se abren los oídos y se pronuncian las palabras que tienen sentido. Sólo entonces puede haber verdadera comunicación. Hoy vuelve a resonar el mandato de Jesús: “¡Effetá!”,  y debemos abrir los oídos y el corazón. Es necesario escuchar a Dios en la historia, en el Evangelio, en la vida, en las personas, descubriendo lo que Él nos dice, no lo que nosotros queremos escuchar. Hay que buscar los momentos apropiados para dejar que el eco de su voz resuene en nuestro interior, porque Él nos sigue hablando en todos los momentos de la vida. Necesitamos también abrir nuestra boca para anunciar buena nueva.


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